MOTTO

Así que: “…se adquiere un campo, un pedazo de tierra, se da la vuelta a ese pedazo de tierra, en ese primer recorrido del nuevo pedazo de tierra no se lleva a nadie, se protege uno, sigue su camino, se traza un pequeño círculo, destruir, extinguirlo todo, hacer que no haya sucedido, a los curiosos su propia saliva en el rostro, nada de comunicaciones, nada de descubrimientos: éstos se hacen para comunicarlos: se ha llegado a un punto en que ya no se tienen puntos de referencia para trazar los límites: se levanta un alto muro, se construye cada vez más alto, se acelera el muro, se sacrifica casi todo por la construcción de ese muro, finalmente se sacrifica uno mismo, la idea; el muro se ha hecho tan alto que no se puede tener ya ninguna relación,…”...

Thomas Bernhard, In der Höhe. Rettungsversuch, Unsinn, 1959 (Sáenz, 1992).

29.1.11

Nada es Algo ¡Lógico!: Logic A very short Introduction.

3. Nombres y Cuantificadores: ¿Nada Es Algo?

La inferencia que observamos en el capítulo anterior involucraba frases como “o” y “no es el caso que”, palabras que se suman, o reúnen, a sentencias completas para hacer otras sentencias completas; pero hay muchas inferencias que parecen funcionar de modos muy diferentes. Considera, por ejemplo, la inferencia:

Marcos me dio un libro
Alguien me dio un libro

Ni la premisa ni la conclusión contienen un parte que se en sí misma una sentencia completa. Si esta inferencia es válida, lo es debido a lo que sucede al interior de sentencias completas.

La gramática tradicional nos dice que la sentencia completa más simple está compuesta de un sujeto y un predicado. Así, consideremos los siguientes ejemplos:

1. Marcos vio un elefante.
2. Ana se quedó dormida.
3. Alguien me pegó.
4. Nadie vino a mi fiesta.

La primera palabra, en cada caso, es el sujeto de la sentencia: este nos dice sobre quién habla la sentencia. El resto es el predicado: este nos dice qué se habla de él. Ahora, ¿Cuándo es que una sentencia así es verdadera? Tomemos el segundo ejemplo. Esta sería verdadera si el objeto referido por el sujeto “Ana” tiene la propiedad expresada en el sujeto, esto es, haberse quedado dormida.


Nadie

Todo bien. Pero ¿a qué se refiere el sujeto de la sentencia 3? ¿A la persona que me pegó? Pero tal vez nadie me golpeó.  Nadie ha dicho que fuera una sentencia verdadera. El caso con la sentencia 4 es aun peor. ¿A quién se puede uno referir con “nadie”? en Through the Looking Glass, justo antes de su encuentro con el León y el Unicornio, Alicia se encuentra entonces con el Rey Blanco, quien espera a un mensajero (que por alguna razón, cuando el mensajero se voltea, parece, desconcertantemente, como un conejo). Cuando el Rey conoce a Alicia le dice:

“…Mira en el camino, y dime si puedes ver… [Al mensajero]”.
“Veo que... no, a nadie” dijo Alicia.
“Cómo quisiera tener unos ojos así” recalcó el rey algo irritado. “¡Ser capaz de ver a Nadie! ¡Y a esta distancia además! ¡Porque, bajo esta luz, eso es tanto como Yo puedo hacer para ver a gente real!...”

Carroll está haciendo una broma lógica, como a menudo lo hace. Cuando Alicia dice que puede ver a nadie, no está diciendo que puede ver a una persona –real o de otro tipo. “Nadie” no hace referencia a una persona –o cualquier otra cosa.

Palabras como “nadie”, “alguien”, “todos” son llamados cuantificadores, por los lógicos modernos, distinguiéndose de nombres como “Marcos” o “Ana”. Lo que hemos visto es que, incluso cuando tanto cuantificadores como nombres pueden ser sujetos gramaticales de sentencias, deben de funcionar de modos muy diferentes. Así es que ¿cómo funcionan los cuantificadores?

He aquí la respuesta estándar moderna. Una situación viene equipada con un repertorio de objetos. En nuestro caso, los objetos relevantes son todas las personas. Todos los nombres que ocurran en nuestro razonamiento sobre la situación hacen referencia a uno de los objetos de esta colección. Entonces, si escribimos m por “Marcos”, m se refiere a uno de esos objetos. Y si escribimos F por “es feliz” entonces la sentencia mF es verdadera en la situación sólo si el objeto referido por m tiene la propiedad expresada en F (por razones perversas propias, los lógicos, usualmente revierten el orden, y escriben Fm. Esto es sólo cuestión de convención).

Ahora considera la sentencia “Alguien es feliz”. Esto es verdadero en la situación solo si hay algún objeto u otro, de la colección de objetos, que sea feliz –esto es, que algún objeto de la colección, llamémoslo x, es tal que x es feliz. Escribamos “Algún objeto, x, es tal que” como ∃x. entonces podemos escribir la sentencia como: “∃x x es feliz”; o recordando que hemos escrito “es feliz” como F, como: ∃x xF. Los lógicos llaman, a veces, cuantificador particular a ∃x.

¿Y qué tal con “Todos son felices”? Esto es verdadero en una situación, si cualquier objeto de la colección relevante es feliz. Esto es, cualquier objeto, x, en la colección, es tal que x es feliz. Si escribimos “Cualquier objeto, x, es tal que” como ∀x, entonces podemos escribir aquello como ∀x xF. Los lógicos llaman, usualmente, cuantificador universal a ∀x.

No nos cuesta nada preguntarnos cómo haremos para comprender “Nadie es feliz”. Esto sólo significa que ningún objeto, x, de la colección relevante, es tal que x es feliz. Podríamos tener un símbolo especial que signifique “Ningún objeto, x, es tal que” pero, de hecho, los lógicos, normalmente, no se toman esa molestia. Dado que decir que ninguno es feliz es como decir que no es el caso que todos sean felices. Entonces podemos escribirlo como ¬∃x xF.

Este análisis de los cuantificadores nos muestra que nombres y cuantificadores funcionan de maneras muy diferentes. En particular, el hecho de que “Marcos es feliz” y “Alguien es feliz” se escriben, de modos diferentes, como mF y ∃x xF, respectivamente, lo demuestra. Nos muestra, además, que formas gramaticales aparentemente simples pueden ser malinterpretadas. No todos los sujetos gramaticales son iguales. Incidentalmente, el recuento no enseña porqué la inferencia con la que comenzamos es válida. Escribamos D por “me dio el libro”. Entonces la inferencia es:

mD
x xD

Queda claro que si, en alguna situación, el objeto referido por el nombre m me dio el libro, entonces algún objeto de la colección relevante me dio el libro. En contraste, el Rey Blanco infiere del hecho de Alicia vio a Nadie que ella vio a alguien (viz., Nadie). Si escribimos “es visto por Alicia” como A entonces la inferencia del Rey es:

¬∃x xA
x xA

Esto es claramente inválido. Si no hay objeto en la colección relevante que haya sido visto por Alicia, no es verdad, obviamente, que haya algún objeto en el dominio relevante que haya sido visto por ella.

Es posible que pienses que esto es preocuparse demasiado por la nada –de hecho, es sólo un modo de estropear una buena broma. Porque esto es mucho más serio que eso. Dado que los cuantificadores juegan un rol central en muchos argumentos importantes en matemáticas y filosofía. Es una asunción natural que nada pase sin explicación: la gente no se enferma sin razones; los carros no se descomponen sin alguna falla. Todo, entonces, tiene una causa. Pero ¿Cuál podría ser la causa de que todo sea? Obviamente no puede serlo cualquier cosa física, como una persona; o incluso algo como el Big Bang de la cosmología. Esas cosas tienen, ellas mismas, causas. Así es que debe haber algo metafísico en ello. Dios es el candidato obvio.

Lo anterior es una versión del argumento de la existencia de Dios, a menudo llamado el Argumento Cosmológico. Uno puede objetar este argumento de varias formas. Pero en su centro, hay una enorme falacia lógica. La sentencia “Todo tiene una causa” es ambigua. Puede significar que todo lo que ocurre tiene una causa u otra -esto es, para todo x, hay un y, tal que x es causado por y, o puede significar que hay algo que es la causa de todo –esto es, que haya algún y tal que para todo x, x es causado por y. supongamos que pensamos en las causas y efectos como el dominio de objetos relevantes, y escribimos “x es causado por y” como xCy. Entonces podemos escribir estos dos significados, respectivamente, como:

1. ∀xy xCy
2. ∃yx xCy

Ahora, ellas no son lógicamente equivalentes. La primera se sigue de la segunda. Si hay alguna cosa que sea la causa de todo, entonces ciertamente, todo lo que ocurre tiene alguna causa u otra. Pero si todo tiene una causa u otra, de ello no se sigue que haya una y la misma cosa que sea la causa de todo (compárese: Todos tienen mamá; de ello no se sigue que haya alguien que sea la mamá de todos).

Esta versión del Argumento Cosmológico trata sobre esta ambigüedad. Lo que es establecido, cuando se habla de enfermedad o de carros, es 1. Pero inmediatamente, el argumento nos lleva a preguntarnos cual causa es esa, asumiendo que es 2 lo que se ha establecido. Además este desliz se oculta, dado que en español, “Todo tiene una causa” puede ser usada para expresar tanto 1 como 2. Nótese, además, que no hay ambigüedad si los cuantificadores son remplazados por nombres. “La radiación natural del cosmos es causada por el Big Bang” no es para nada ambigua. Pudiendo muy bien ser que una falla al distinguir entre cuantificadores y nombres sea también una razón del porque uno falla al ver la ambigüedad.

Entonces una correcta comprensión de los cuantificadores es importante –y no sólo para la lógica. Las palabras “algo”, “nada”, etc., no representan objetos, sino que funcionan muy de otro modo. O al menos, lo pueden hacer: las cosas no son así de simples. Considérese el cosmos de nuevo. O este se remonta infinitamente en el tiempo pasado o en algún momento en particular devino existente. En el primer caso, no tendría inicio, sino que siempre estuvo allí; en el segundo, este comenzó en algún momento en particular. De hecho, en diferentes momentos, la física ha dicho diferentes cosas sobre la verdad de estos dichos. No importa, de todos modos; consideremos la segunda posibilidad. En este caso, el cosmos devino existente a partir de la nada –o nada físico, a pesar de que, el cosmos sea la totalidad de lo físico. Ahora considérese la sentencia “El cosmos devino existente partiendo de la nada”. Sea c el cosmos y escribamos “x devino existente partiendo de y” como xEy. Entonces dada nuestra comprensión de los cuantificadores, esta sentencia debería significar ¬∃x cEx. Pero ello no significa esto; dado que esto es igualmente verdadero para la primer alternativa cosmológica. En ella el cosmos, siendo infinito en el tiempo pasado, nunca jamás devino existente. En particular, entonces, no es el caso que devino existente partiendo de alguna cosa u otra. Cuando decimos que en la segunda cosmología el cosmos devino existente partiendo de la nada, queremos decir que devino existente partiendo de la nada absoluta. Donde nada puede ser algo. Después de todo, el Rey no estaba tan desatinado.


Ideas principales del capítulo.
·         La sentencia oP es verdadera en una situación, si el objeto referido por o tiene la propiedad expresada por P.
·         x xP es verdadera en una situación solo si algún objeto en la situación, x, es tal que xP.
·         x xP es verdadera en una situación solo si todo objeto en la situación, x, es tal que xP.


Graham Priest, Logic A very short introduction, 2000, 2006 (Traducción propia).

Dolor, Crítica, Cinismo: Kritik der zynischen Vernunft, Introducción.

INTRODUCCIÓN

¡Toca el tambor y no temas
y besa a la barragana!
En esto consiste toda la ciencia.
Tal es el más profundo sentido de los libros.
Heinrich Heine, Doctrina

El gran defecto de las cabezas alemanas consiste en que no tienen ningún sentido para la ironía, el cinismo, lo grotesco, el deprecio y la burla.
Otto Flake, Deutsch-Französisches, 1912

Desde hace un siglo, la filosofía se está muriendo y no puede ha­cerlo porque todavía no ha cumplido su misión. Por esto, su ator­mentadora agonía tiene que prolongarse indefinidamente. Allí donde no pereció convirtiéndose en una mera administración de pensamientos, se arrastra en una agonía brillante en la que se le va ocurriendo todo aquello que olvidó decir a lo largo de su vida. En vista del fin próximo quisiera ser honrada y entregar su último se­creto. Lo admite: los grandes temas no fueron sino huidas y verda­des a medias. Todos estos vuelos de altura vanamente bellos –Dios, universo, teoría, praxis, sujeto, objeto, cuerpo, espíritu, sentido, la nada– no son nada. Sólo son sustantivos para gente joven, para mar­ginados, clérigos, sociólogos.
«Palabras, palabras... sustitutivos. Sólo necesitan abrir las alas y milenios caen de su vuelos» (Gottfried Benn, Epilog und lyrisches Ich).
Ésta última filosofía, dispuesta a confesar, trata semejantes temas en la rúbrica histórica... junto con los pecados de juventud. Su tiem­po ya ha pasado. En nuestro pensamiento no queda ni una chispa más del impulso de los conceptos y de los éxtasis del comprender. Nosotros somos ilustrados, estamos apáticos, ya no se habla de un amor a la sabiduría. Ya no hay ningún saber del que se pueda ser amigo (philos). Ante lo que sabemos no se nos ocurre amarlo, sino que nos preguntamos cómo nos acomodaremos a vivir con ello sin convertimos en estatuas de piedra.
Lo que aquí proponemos, bajo un título que alude a una gran tradición, es una meditación sobre la máxima «saber es poder»; pre­cisamente la que en el siglo XIX se convirtió en el sepulturero de la filosofía. Ella resume la filosofía y es, al mismo tiempo, la primera confesión con la que empieza su agonía centenaria. Con ella termi­na la tradición de un saber que, como su nombre indica, era teoría erótica: amor a la verdad y verdad del amor. Del cadáver de la filo­sofía surgieron, en el siglo XIX, las modernas ciencias y las teorías del poder  –en forma de ciencia política, de teoría de las luchas de clases, de tecnocracia, de vitalismo– que, en cada una de sus formas, estaban armadas hasta los dientes. «Saber es poder». Fue lo que pu­so el punto tras la inevitable politización del pensamiento. Quien pronuncia esta máxima dice por una parte la verdad. Pero al pro­nunciarla quiere conseguir algo más que la verdad: penetrar en el juego del poder.
En la época en que Nietzsche empezaba a sacar a la luz, de deba­jo de cada voluntad de saber, una voluntad de poder, la antigua so­cialdemocracia alemana llamaba a sus miembros a participar en la competencia por el poder que es saber. Allí donde las opiniones de Nietzsche querían ser «peligrosas», frías y sin ilusión, la socialde­mocracia se manifestaba pragmática y mostraba una afición forma­tiva de cuño Biedermeier*. Ambos hablaban de poder: Nietzsche, al socavar vitalistamente el idealismo burgués; los socialdemócratas, al intentar obtener una conexión, a través de la «formación», con las posibilidades de poder de la burguesía. Nietzsche enseñaba un realismo que tenía que facilitar a las futuras generaciones de burgueses y pequeño-burgueses la despedida de las patrañas idealistas que impedían la voluntad de poder; la socialdemocracia intentaba participar en un idealismo que hasta entonces había portado en sí mismo las esperanzas del poder. En Nietzsche, la burguesía podía ya estudiar los refinamientos y las inteligentes rudezas de una voluntad de poder carente de ideal, cuando el movimiento de trabajadores miraba todavía de reojo a un idealismo que se adecuaba mejor a su todavía ingenua voluntad de poder.
Hacia 1900, el ala radical de la izquierda había alcanzado el ci­nismo señorial de la derecha. La competición entre la conciencia cínicamente defensiva de los antiguos detentadores del poder y la utópicamente ofensiva de los nuevos creó el drama político-moral del siglo XX. En la carrera por la conciencia más dura de los duros hechos, Satán y Belcebú se impartían lecciones el uno al otro. Y de esta competencia de las conciencias surgió esa penumbra caracte­rística del presente: el acecho mutuo de las ideologías, la asimila­ción de loa contrarios, la modernización del engaño; en pocas pala­bras, esa situación que envió al filósofo al vacío y en la que el mendaz llama al mendaz mendaz.
Y nosotros percibimos una segunda actualidad de Nietzsche, una vez que la primera ola nietzscheana, la fascista, se ha calmado. De nuevo queda de manifiesto cómo la civilización occidental ha des­gastado su atuendo cristiano. Después de decenios de reconstruc­ción y de uno de utopías y «alternativas» es como si se hubiera per­dido de repente un impulso naïf. Se temen catástrofes, los nuevos valores, al igual que los analgésicos, experimentan una fuerte de­manda. Con todo, la época es cínica y sabe que los nuevos valores tienen las piernas cortas. Interés, proximidad al ciudadano, asegu­ramiento de la paz, calidad de vida, conciencia de responsabilidad, conciencia ecologista... Algo no marcha bien. Se puede esperar. En el fondo, el cinismo espera agazapado a que pase esta ola de charlatanería y las cosas inicien su curso. Nuestra modernidad, carente de impulso, sabe, efectivamente, «pensar de manera histórica», pe­ro hace tiempo que duda de vivir en una historia coherente. «No hay necesidad de Historia Universal».
El eterno retorno de lo idéntico, el pensamiento más subversivo de Nietzsche -desde un punto de vista cosmológico insostenible, pe­ro desde un punto de vista morfológico-cultural fecundo- se en­cuentra con un nuevo avance de motivos cínicos que ya se habían desarrollado primeramente en la época imperial romana y, poste­riormente, también en el Renacimiento, hasta convertirse en vida consciente. Lo idéntico son los aldabonazo de una vida orientada al placer que ha aprendido a contar con los acontecimientos. Estar dispuesto a todo nos hace invulnerablemente listos. Vivir a pesar de la historia, reducción existencial; proceso de integración en la so­ciedad «como si»; ironía contra política; desconfianza frente a los «bocetos». Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de ésta.
La decisiva autodesignación de Nietzsche, a menudo pasada por alto, es la de «cínico». Con ello, él se convirtió, junto con Marx, en el pensador más influyente del siglo. En el «cinismo» de Nietzsche se presenta una relación modificada al acto de «decir la verdad»: es una relación de estrategia y de táctica, de sospecha y de desinhibi­ción, de pragmatismo e instrumentalismo, todo ello en la maniobra de un yo político que piensa en primer y último término en sí mis­mo, que interiormente transige y exteriormente se acoraza.
El fuerte impulso antirracionalista en los países de Occidente reacciona frente a un estado espiritual en el que todo pensamiento se ha hecho estrategia; él testimonia una náusea frente a cierta for­ma de autoconservación. Es un sensible encogerse de hombros an­te el gélido hálito de una realidad en la que saber es poder y poder, saber. Al escribir este libro he pensado en lectores, he deseado lec­tores que sientan de esta manera; a ellos el libro podría tener que decirles algo, pienso yo.
La antigua socialdemocracia había anunciado el lema «saber es poder» como una receta prácticamente racional. Y en ello no se lo pensó mucho. Se consideraba que había que aprender algo ade­cuado para, posteriormente, tenerlo más fácil. Una confianza pe­queño-burguesa en la escuela era la que había dictado la frase. Esta confianza está hoy día en descomposición. Solamente entre nues­tros jóvenes y cínicos estudiantes de medicina hay una línea nítida que lleva de la carrera al standard de vida. Casi todos los restantes vi­ven con el riesgo de aprender para el vacío. Quien no busque el po­der, tampoco querrá su saber, su equipamiento sapiencial, y quien rechaza a ambos ya no es, en secreto, ciudadano de esta civilización. Son numerosos los que ya no están dispuestas a creer que habría que «aprender algo» primeramente para, después, tenerlo un poco más fácil. En ellos, creo, crece una intuición de aquello que en el antiguo quinismo era certeza: el que primeramente hay que tenerlo más fácil para poder aprender algo racional. El proceso de integración en la sociedad a través de la escolarización, tal y como sucede en nuestro país, es un embobamiento a priori tras el cual aprender ya no tiene ninguna oportunidad más de que las cosas vuel­van a ser mejores alguna vez, la reversión de la relación de vida y aprendizaje está en el aire, es decir, el fin de la confianza en la edu­cación, el fin de la escolástica europea. Esto es lo que les aterra en igual medida tanto a conservadores como a pragmáticos, tanto a vo­yeurs de la decadencia como a bienintencionados. En el fondo, nin­gún hombre cree que el aprender de hoy solucione «problemas de mañana»; más bien, es casi seguro que los provoca.

El neo-cínico Nietzsche,
pensador de la ambivalencia.

¿Por qué, pues, una Critica de lo razón cínica? ¿Qué disculpa pue­do tener yo ante el reproche de haber escrito un grueso libro en unos tiempos en los que libros no tan voluminosos se sienten ya co­mo una arrogancia? Distingamos como se debe entre ocasión, razón y motivo.

La ocasión:
Este año se cumplen los doscientos de la aparición de la Crítica de la Razón pura de Immanuel Kant. Un dato de trascendencia his­tórica, sin duda. Rara vez ha podido tener lugar un centenario que haya transcurrido tan áridamente como éste. Es una celebración sobria en la que los eruditos no salen del gremio. Seiscientos investi­gadores de Kant reunidos en Maguncia no es, por supuesto, ningu­na sesión de carnaval, aunque, en todo caso, produce una infinita serpentina. De todas maneras, sería útil una fantasía: suponer qué pasaría si el celebrado apareciera personalmente entre los contem­poráneos...
¿No son tristes las fiestas en las que los invitados esperan en secreto que el festejado se halle impedido porque aquellos que apelan a él se sentirían avergonzados en su presencia? ¿Cómo nos sentiríamos nosotros ante la mirada penetrantemente humana del filósofo?
¿Quién se atrevería a conceder a Kant una mirada perspectiva so­bre la historia a partir del año 1795, año en el que el filósofo publi­có su escrito La paz perpetua? ¿Quién tendría los nervios suficientes para informarle sobre el estado de la Ilustración, que él definía co­mo la salida del hombre de su «minoría de edad autoculpable»?
¿Quién sería lo suficientemente frívolo para explicarle las tesis mar­xianas sobre Feuerbach? Fácilmente, imagino, el bello humor de Kant nos ayudaría a salir de nuestra estupefacción. Pues, efectiva­mente, él fue un hombre del tardío siglo XVIII, en el que ni siquiera los racionalistas eran tan estirados como muchos de hoy día que se hacen pasar por informales.
Apenas ha habido nadie que, ocupándose de Kant, no haya tra­tado el enigma de su fisonomía. Con el principio romano de mens sana in corpore sano no se comprende su apariencia. Si es cierto que el «espíritu» se busca el cuerpo correspondiente, entonces, en el ca­so de Kant, ha tenido que ser un espíritu que encontraba su placer en las ironías fisonómicas y las paradojas psicosomáticas, un espíri­tu que en un pequeño cuerpo seco ha escondido una gran alma: ba­jo la encorvada espalda, un andar erguido, y en un ánimo hipocon­dríacamente violentado, un humor social y suavemente cordial como para tomar el pelo a los posteriores adoradores de lo vital y de lo atlético.
El enigma fisonómico de Kant apenas se resolverá en su perso­na, más bien en su postura dentro de la historia del espíritu y de la reflexión. La época de la Ilustración hace avanzar la dialéctica de entendimiento y sensibilidad hasta el desgarro. A lo largo de la obra de Kant está presente la huella de semejantes tensiones. En el idio­ma de sus obras más importantes aparece la violencia que añade -por primera vez en una cabeza alemana- el proceso del pensar lo sensible. El que un poeta como Gottfried Benn, él mismo marcado por el espíritu del siglo de las ciencias naturales, pudiera contraata­car a semejante violencia, descalificando al filósofo como «violador del espíritu», muestra a las claras cómo el cinismo moderno, frente a la grandeza de antaño, es un suelo de resonancia de clarividencias concluyentes, de un conocimiento que tiende a la relación notoria­mente quebrada de entendimiento y sensibilidad. Robert Musil, sin lugar a dudas un garante de la racionalidad incluso más allá de los límites en los que ésta se siente segura, ha captado la vivencia de una lectura de Kant en un asombroso capítulo de Las tribulaciones del estudiante Torless:

Efectivamente, aquella misma mañana, Törless se había comprado un ejemplar de la obra en la edición de Reclam* que había visto en casa de su profesor y aprovechó el primer recreo para comenzar con su lectura. Pero con tanta nota a pie de página y con tantos paréntesis no entendía ni una palabra, y por más que se esforzase en seguir minuciosamente con la vista cada una de las oraciones, tenía la sensación de que una vieja mano huesuda le sacaba, con movimientos de tornillo, el cerebro de la cabeza.
Cuando al cabo de media hora dejó, totalmente agotado, la lectura, se percató de que sólo había llegado a la página segunda y de que el sudor le corría por la frente.
Pero, a pesar de todo, apretó los dientes y consiguió leer una página más hasta que terminó el recreo.
Por la tarde ni siquiera se atrevía a acercarse al libro. ¿Miedo? ¿Repug­nancia?... No sabría decirlo exactamente. Sólo una cosa tenía clara, una co­sa que le atormentaba hasta abrasarle: que el profesor, aquel hombre que aparentaba tan poca cosa, tenía totalmente abierto el libro en su habita­ción, como si éste constituyera para él un pasatiempo cotidiano.

La suave empiria de este texto despierta la comprensión de dos cosas distintas: la fascinación del libro y el dolor que éste acarrea a jóvenes lectores de naturaleza sensible. ¿Acaso un contacto despre­venido con lo kantiano, es más, con el pensamiento filosófico no en­traña el riesgo de exponer la joven conciencia a una senilización violenta y repentina? ¿Qué elementos de la juvenil voluntad del sa­ber quedan integrados en una filosofía que marea con sus óseos atornillamientos? Aquello que nosotros precisamente queremos sa­ber ¿se ha encontrado en el extremo superior del tornillo? ¿No es­taremos quizá nosotros mismos tan retorcidos en la cabeza del tornillo que nos sintamos satisfechos con aquello que precisamente creemos saber? ¿Y qué puede significar el que hombres a los que el pensamiento kantiano les sirve como «pasatiempo cotidiano» parezcan «tan poca cosa»?, ¿significa esto que la filosofía ya ha cesada de marcar huellas en la vida y que la realidad es una cosa y la filo­sofía otra, desesperadamente distinta?
De la observación del estilo de los filósofos componemos cuadros fisonómicos en los que la razón ha ocultado aspectos de su propia esencia. «Ser racional» significa situarse en una peculiar re­lación, difícilmente feliz, con lo sensible. El «sé inteligente», traducido a la práctica, significa «no te fíes de tus impulsos, no obedezcas a tu cuerpo, aprende a dominarte»... comenzando por la propia sensibilidad. Sin embargo, entendimiento y sensibilidad son insepa­rables, la violenta exudación de Törless tras la lectura de dos hojas de la Crítica de la Razón pura encierra tanta verdad como todo el kan­tismo entero. La mutua operatividad entendida de physis y logos es fi­losofía y no lo que se dice. En un futuro próximo sólo un fisonomista podrá ser un filósofo que no miente. El pensamiento fisonómico ofrece una oportunidad para evadirse de ese ámbito de cabezas divididas y, por consiguiente, perversas. Proponer una nue­va crítica de la razón significa también pensar en una fisonomía fi­losófica; esto no es, como en el caso de Adorno, «teoría estética», si­no teoría de la conciencia con pelos y señales (y también dientes).
No hay ningún motivo para un escrito jubilar, tal y como están las cosas; más bien lo habría para un jubileo literario que, con esta ocasión y por simpatía con el autor, llegue por lo menos a un cua­dernillo. «No quiero hablar de cómo están las cosas. Quiero mos­trarte cómo surge la cuestión» (Erich Kästner).

La razón:
Si fuera verdad que es el malestar en la cultura lo que provoca la crítica, no habría ninguna época tan dispuesta a la crítica como la nuestra. Sin embargo, nunca fue tan fuerte la inclinación del im­pulso crítico a dejarse dominar por sordos estados de desaliento. La tensión entre aquello que pretende «ejercer crítica» y aquello que sería criticable es tan fuerte que nuestro pensamiento se hace cien veces más hosco que preciso. Ninguna capacidad de pensamiento logra mantener el paso con lo problemático; de ahí la autorrenun­cia de la crítica. En la indolencia frente a todo problema hay un úl­timo presentimiento de lo que sería el estar a la altura del mismo. Dado que todo se hizo problemático, también todo, de alguna ma­nera, da lo mismo. Y éste es el rastro que hay que seguir. Pues con­duce allí donde se puede hablar de cinismo y «de razón cínica».
Hablar de cinismo supone exponer a la crítica un escándalo espiritual, un escándalo moral: a continuación se despliegan las con­diciones de las posibilidades de lo escandaloso. La crítica «realiza» un movimiento que en una primera instancia agota sus intereses po­sitivos y negativos en la cosa, para, finalmente, chocar contra las es­tructuras elementales de la conciencia moral, estructuras a las que se obliga a hablar «más allá del bien y del mal». La época es cínica en todos sus extremos, y corresponde a la época desarrollar en sus fundamentos el contexto entre cinismo y realismo. ¿Qué pensaba Oscar Wilde cuando, desilusionado, afirmaba: «No soy en absoluto cínico: sólo tengo experiencia... lo que, en último término, es lo mismo»; o Antón Chejov cuando, sobriamente, manifestaba: «Nin­gún cinismo puede superar a la vida»?
En el proceso de las consideraciones se desata la conocida du­plicidad del concepto «crítica». En un primer momento significa pronunciar juicios y fundarlos, juzgar y condenar: es decir, propor­cionar una investigación de los fundamentos a las formaciones del juicio. Pero si se habla de la «razón cínica», entonces esta fórmula se coloca primera y totalmente bajo la protección de la ironía.
¿Qué servicios puede prestarnos todavía una crítica? ¿Qué pre­tende en una época tan cansada de teoría? Escuchemos la respues­ta de Walter Benjamin:

Locos los que se lamentan de la decadencia de la crítica. Pues su hora ya hace tiempo que ha pasado. La crítica es una cuestión de distancia co­rrecta. Ella se encuentra a gusto en un mundo en el que todo depende de las perspectivas y los decorados y en el que es todavía posible adoptar un punto de vista. Mientras tanto las cosas se han acercado cáusticamente a la sociedad humana. La «ingenuidad» de «la mirada libre» es mentira, cuan­do no expresión totalmente naïf de una incompetencia declarada… (Einbahnstrase, 1928/1969. pág. 95).

En un sistema que se siente a sí mismo como un híbrido de prisión y de caos, no habrá ningún punto de vista descriptivo, ninguna perspectiva central de crítica ineludible.
En un mundo que ha estallado en infinidad de perspectivas, las «grandes miradas» corresponden de hecho y por entero más a los ánimos discretos que a los ilustrados, educados por lo dado. Ningu­na Ilustración tiene lugar sin que produzca el efecto de destruir el pensamiento del punto de vista y disolver las morales perspectivas convencionales; desde un punto de vista psicológico esto está en re­lación de dependencia con la dispersión del Yo y, desde un punto de vista literario y filosófico, con la decadencia de la crítica.
Sin embargo, ¿cómo se explica la contradicción de que el más importante renacimiento de la crítica del siglo XX vaya unido al nombre de Walter Benjamin, quien, por una parte, expresó de una manera contundente que la hora de la crítica había pasado y, por otra, participó con sugerencias inabarcablemente amplias en la es­cuela de la Teoría Crítica? Es imposible, dice, adoptar un «punto de vista», ya que las cosas se nos han acercado hasta tocarnos. Pero a partir del punto de vista, todavía por determinar más concretamen­te, de la carencia de punto de vista, la crítica ha hecho progresos im­presionantes. ¿De qué habla? ¿Con qué perspectiva? ¿En nombre de quién?
Creo que la Teoría Crítica ha encontrado un Yo provisional de la crítica y un «punto de situación» que le proporciona a perspectivas sobre una crítica realmente incisiva; un punto de situación con el que no cuenta la teoría del conocimiento tradicional. Yo quisiera denominarlo el apriori del dolor. No es la base de una crítica ele­vada y distanciada que llega a grandes perspectivas generales, sino una actitud del más extremo acercamiento: micrología.
Si las cosas se nos han acercado tanto hasta llegar a quemarnos, tendrá que surgir una crítica que exprese esa quemadura. No es tan­to un asunto de distancia correcta cuanto de proximidad correcta. El éxito de la palabra «implicación» crece sobre este suelo; es la se­milla de la Teoría Crítica que hoy surge bajo nuevas formas, inclu­so entre gentes que apenas han oído hablar de ella. A los «implica­dos»: ¿No sería interesante comprobar dónde encuentran ellos su modelo crítico? Por lo demás, en el manierismo del «estar implica­do» aparecen de nuevo las carencias de la fuente olvidada.
Dado que la soberanía de las cabezas siempre resulta falsa, la nueva crítica se apresta a descender desde la cabeza por todo el cuerpo. La Ilustración quiere ir de arriba abajo... tanto desde un punto de vista de política formativa como desde un punto de vista psicosomático. Descubrir el cuerpo viviente como sensor cósmico significa asegurar al conocimiento filosófico del cosmos una base realista. Esto era lo que la Teoría Crítica había empezado a hacer de una manera titubeante, a menudo esteticistamente cifrada y oculta en toda especie de complicaciones.
La Teoría Crítica descansaba en el supuesto de que en el «dolor cósmico» tomamos conciencia a priori de este mundo. Lo que noso­tros percibimos de él se ordena en un sistema psicosomático de coor­denadas de dolor y placer. La crítica es todavía posible en la medida en que el dolor nos diga qué «es verdadero» y qué «es falso». Y en ello la Teoría Critica sigue haciendo presupuestos «elitistas» de una sensi­bilidad no destruida. Esto es lo que caracteriza tanto su fortaleza co­mo su debilidad; esto es lo que funda su verdad y lo que limita su ámbito de validez. Efectivamente, se tiene que poder aportar tal cantidad de sentido elitista que se alimente del rechazo contra toda la cadaverina de la normalidad en un país de cabezas duras y de almas acora­zadas. No hay que intentar convencer a ciertos enemigos; hay una generalidad de la «verdad» que representa una coartada de la incomprensión; allí donde la capacidad para la razón no se basa en una autorreflexión sensible, ni siquiera una argumentación tan só­lida de la teoría de la comunicación podrá producirla.
De entre todos sus enemigos es sobre todo con los lógicos con los que la Teoría Crítica nunca ha logrado entenderse en este pun­to «conflictivo». Ciertamente, hay pensadores cuyas cabezas son tan enérgicas y cuyas estructuras nerviosas están tan endurecidas que a ellos todo el arranque de la Teoría Crítica les tiene que parecer de­plorable. Toda teoría «sensible» es algo sospechoso. Efectivamente, sus fundadores, y Adorno en primera línea, tenían un concepto de lo sensible reducido en sentido exclusivo, un presupuesto nunca ra­cionalizable de la más alta excitabilidad anímica y de entrenamien­to estético; su estética casi se aproximaba al dintel de la náusea an­te todas y cada una de las cosas. Casi nada de lo que sucedía en el mundo «práctico» le hacía daño y quedaba libre de la sospecha de brutalidad. Para ella todo estaba, en cierto modo, conchabadamente amarrado a la «falsa vida», falsa vida en la que «no hay nada correcto». Sobre todo, le irritaba y le parecía estafa, retroceso y «falsa distensión» todo aquello que pareciera placer y disconformidad. De esta manera resultaba inevitable que ella, especialmente en la per­sona de Adorno, tuviera que sentir el rebote de sus exageraciones. La encarnación de la razón, que se había preparado con una muy alta sensibilidad, no pudo pararse en los límites en los que ella ha­bía quedado encerrada por los iniciadores. Lo que hoy sucede pone de manifiesto cuántas caras puede adoptar la crítica por vivacidad corporal.
Adorno pertenecía a los pioneros de una crítica del conoci­miento renovada que cuenta con un apriori emocional. En su teo­ría están actuando motivos del espíritu cripto-budista. Quien sufra sin endurecerse entenderá. Quien pueda oír música, en los mo­mentos lúcidos logrará penetrar con la mirada en la otra cara del mundo. La certeza de que lo real está escrito en un manuscrito de dolor, frialdad y dureza acuñó el acceso al mundo de esta filosofía. Efectivamente, ella apenas creía en la modificación para mejor, pe­ro no cedía a la tentación de encallarse y acostumbrarse a lo dado. El seguir siendo sensible era casi una actitud utópica: el mantener los sentidos agudizados para la felicidad que no vendrá y que, sin embargo, nos protege, en este estar preparados, de las más crasas rudezas.
Desde un punto de vista político y neurológico, la teoría estéti­ca, la teoría «sensible» se fundamenta en una actitud de reproche, mezcla de sufrimiento, desprecio e ira contra todo lo que tiene poder. Se estiliza convirtiéndose en el espejo de la maldad del mundo, de la frialdad burguesa, del principio de «dominación», del negocio sucio y de su motivo de beneficio. Es el mundo de lo varonil, al que ella se niega categóricamente, inspirándose en un arcaico «no» al mundo del padre, el de los legisladores y los negociantes. Su pre­juicio viene a decir que de este mundo sólo puede salir poder per­verso contra todo lo vivo. Y aquí estriba el estancamiento de la Teo­ría Crítica. El efecto de ofensiva que tenía la objeción por motivos de conciencia hace tiempo que se ha agotado. El elemento maso­quista ha superado al creativo. El impulso de la Teoría Critica se ha­ce maduro para hacer saltar por los aires los límites del negativismo. Por su parte, reclutó sus partidarios entre aquellos que habrían de­bido compartir instintivamente su apriori de dolor. Sin embargo, en una generación que empezaba a descubrir lo que sus padres habían hecho o permitido, eran muchos los que participaban en este aprio­ri. Y dado que eran numerosos, desde mediados de los años sesenta empezó a haber de nuevo en Alemania un fino hilo de cultura po­lítica: la disputa pública sobre la auténtica vida.

La vivificación del gran impulso depende de una autorreflexión de la inteligencia inspirada anteriormente por ella. En la crítica sen­sible hay que señalar un resentimiento mutilante. La negación se alimenta de una rabia inicial contra la «masculinidad», aquel cínico sentido de los hechos que los positivistas, tanto los políticos como los científicos, sacaron a la luz del día. La teoría de Adorno se le­vantaba contra los rasgos de complicidad que se atenían a la «con­sideración práctica». Con artes conceptuales del equilibrio intenta­ba construir un saber que no fuera poder. Ella buscó refugio en el reino de la madre, en las artes y en las nostalgias cifradas. «Prohibi­do pintar»: no pisar con todo el pie. Un pensar defensivo caracteri­za su estilo: el intento de defender una reserva donde los recuerdos de felicidad se habían unido exclusivamente con una utopía de lo femenino. En uno de sus primeros escritos, Adorno nos ha dado a entender casi sin tapujos el secreto de su teoría emocional y de conocimiento. En unas líneas capaces de desgarrar el corazón se ha expresado sobre el llanto al escuchar la música de Schubert; cómo lágrimas y conocimiento están en estrecha interdependencia. Si llo­ramos al escuchar esta música, lo hacemos porque no somos como ella, algo perfecto que se vuelve a la dulzura perdida de la vida co­mo una cita lejana.
La felicidad siempre habrá que pensarla como algo perdido, co­mo bella lejanía. No puede ser más que una premonición a la que no­sotros reaccionamos con lágrimas en los ojos, sin llegar a ella. Todo lo otro pertenece, en todo caso, a la «falsa vida». Lo que domina es el mundo de los padres, que siempre están horriblemente de acuerdo con el granito de las abstracciones convertido en sistema. En Adorno, la negación de lo masculino fue tan lejos que del nombre de su pa­dre sólo conservó una letra: la W. Sin embargo, el camino al Wiesengrund no tiene por qué ser precisamente un camino perdido*.

Desde la disolución del movimiento estudiantil estamos asistien­do a un estancamiento de la teoría. Efectivamente, hay más erudi­ción y «nivel» que antes, pero las inspiraciones son sordas. El opti­mismo de «entonces», que creía que se podrían mediatizar intereses vitales a través de los esfuerzos de teoría social, hace tiempo que es­tá muerto. Sin este optimismo, de repente queda de manifiesto qué aburrida puede ser la sociología. Para el bando ilustrado, después de la debacle del accionismo de «izquierdas», del terror y de su mul­tiplicación mediante el antiterror, el mundo giraba en círculos. Ha­bía querido posibilitar un trabajo de luto sobre la historia alemana para todos y finalizó en la propia melancolía. Parece como si la crí­tica se hubiera hecho todavía más imposible de lo que pensaba Benjamin. El «talante» crítico sigue de una manera nostálgica hacia dentro, en una pequeña floricultura filológica en la que se cultivan las azucenas benjaminianas, las flores del mal pasolinianas y las ce­rezas silvestres freudianas.
La crítica, en todos los sentidos de la palabra, está atravesando días grises. De nuevo ha surgido una época de la crítica del atuendo en la que las actitudes críticas se supeditan a los roles profesionales. Criticismo de responsabilidad limitada, ilustracionismo como factor de éxito: una actitud en el punto de encuentro de nuevos conformis­mos y antiguas ambiciones. Ya en Tucholsky, «ya entonces», se podía sentir el vacío de una crítica que quiere acentuar las propias desilu­siones. Ella sabe que el éxito no es ni mucho menos un efecto y sigue escribiendo brillantemente aunque no sirva para nada y se hagan oí­dos sordos. De esta experiencia que se ha convertido casi en general se alimentan los cinismos latentes de los ilustrados actuales.
Algo de pimienta ha echado ya en esa adormecida crítica del atuendo Pasolini, al diseñar por lo menos un atuendo obvio: el del corsario... Escritos de pirata. El intelectual como corsario: no es ningún mal sueño. Apenas nos hemos visto de esta guisa. Un homosexual dio la señal contra el afeminamiento de la crítica. Saltar como Douglas Fairbanks en la arboladura cultural, sable en mano, unas veces­ vencedor, otras vencido, impulsado por los vientos sin rumbo en los mares mundanos de la alienación social. Los golpes se dan a diestra y siniestra. Y dado que el atuendo es amoral, sienta moralmente co­mo hecho a la medida. Sólidos puntos de vista no puede adoptar el pirata, dado que él está siempre de camino entre frentes cambian­tes. Quizá la imagen que Pasolini creó de la inteligencia corsaria pueda retroproyectarse sobre Brecht, es decir, sobre el Brecht jo­ven, perverso, no sobre el que habría creído tener que dar lecciones en la galera comunista.
Encomiable en el mito del corsario parece el elemento ofensivo. Sospechosa sería sólo la ilusión de que la inteligencia tiene en la disputa en cuanto tal su fundamento. En realidad. Pasolini es un vencido como Adorno. Es el apriori del dolor –el que a uno se le ha­gan tan difíciles las cosas más sencillas de la vida– lo que a él le abre críticamente los ojos. No existe gran crítica sin grandes defectos. Son los heridos graves de la cultura los que con grandes esfuerzos encuentran algunos remedios curativos y hacen girar la rueda de la crítica. Un célebre artículo de Adorno está dedicado a Heinrich Heine: La herida Heine. Esta herida no es otra que aquella que per­fora en cada crítica importante. Bajo todos los grandes rendimien­tos críticos de la modernidad se abren por doquier heridas: la heri­da Rousseau, la herida Schelling, la herida Heine, la herida Marx, la herida Kierkegaard, la herida Nietzsche, la herida Spengler, la herida Heidegger, la herida Theodor Lessing, la herida Freud, la he­rida Adorno. Y de la autocuración de las grandes heridas surgen cri­ticas que sirven a las épocas de puntos de reunión de la autoviven­cia. Toda crítica es trabajo de pioneros en el dolor epocal y una pieza de curación ejemplar.
No albergo la ambición de ampliar este digno hospital de cam­paña de teorías críticas. Ha llegado el tiempo para una nueva críti­ca de los temperamentos. Allí donde la Ilustración aparece como «triste ciencia» provoca, a pesar suyo, una petrificación melancóli­ca. La crítica de la razón cínica espera por ello mucho más de un trabajo de animación en el cual, desde un principio, quede sentado que esta crítica no consiste tanto en un trabajo cuanto en una relajación del mismo.

El motivo:
Se habrá notado que la fundamentación es una pizca demasia­do reflexiva como para poder ser enteramente verdadera. La im­presión de que se trata de un intento de salvación de la Ilustración y de la Teoría Crítica la acepto de antemano. Las paradojas del mé­todo salvador garantizan que no sólo se trata de una primera impresión.
Si en un principio parece como si la Ilustración desembocara de un modo necesario en la desilusión cínica, muy pronto da la vuelta a la página y la investigación del cinismo se convierte en la funda­mentación de una buena carencia de ilusiones. La Ilustración fue desde siempre desilusión, en el sentido positivo; y cuanto más avan­ce, tanto más próximo estará el momento en el que la razón nos lla­me para ensayar una afirmación. Una filosofía a partir del espíritu del sí incluye también el sí para el no. No se trata de un positivismo cínico ni de un talante «afirmativo». El sí al que me refiero no es el sí del derrotado. Si en él se esconde algo de obediencia, es enton­ces algo de la única obediencia que se puede achacar a un ilustra­do: la obediencia contra la propia experiencia.
La neurosis europea concibe la felicidad como una meta y el es­fuerzo racional como un camino hacia ella. Y hay que romper su ne­cesidad. Hay que disolver el vicio crítico de lo mejor por amor al bien, del que fácilmente uno se puede alejar a marchas forzadas. Aunque parezca irónico, la meta del esfuerzo más crítico es el de­jarse llevar de la manera más ingenua.
No mucho tiempo antes de que muriera Adorno, en un aula de la Universidad de Fráncfort tuvo lugar una escena que viene como anillo al dedo como clave explicativa de este análisis del cinismo que aquí emprendemos. Estaba el filósofo a punto de comentar su lección magistral, cuando un grupo de manifestantes le impidió ac­ceder al pódium. En aquellos años, alrededor del 69, casos seme­jantes no eran nada desacostumbrados. Pero en este caso había algo que obligaba a una observación más exacta. Entre los manifestantes destacaban unas jóvenes estudiantes que, como protesta ante el pensador, habían descubierto sus pechos. Lo que allí había era la mera carne desnuda que también ejercía la «crítica»... Aquí, el hombre, amargamente decepcionado, sin el que apenas ninguno de los presentes habría llegado a darse cuenta de lo que significa la críti­ca: cinismo en acción. No era el poder desnudo lo que hacía en­mudecer al filósofo, sino la violencia del desnudo*. Justicia e injusti­cia, verdad y mentira estaban en esta escena inseparablemente mezcladas de una manera que, por lo demás, es típica de todos los cinismos. El cinismo se atreve a salir con las verdades desnudas, ver­dades que en la manera como se expolien encierran algo de irreal.
Allí donde los encubrimientos son constitutivos de una cultura: allí donde la vida en sociedad está sometida a una coacción de men­tira, en la expresión real de la verdad aparece un momento agresivo, un desnudamiento que no es bienvenido. Sin embargo, el impulso hacia el desvelamiento es, a la larga, el más fuerte. Sólo una desnu­dez radical y una carencia de ocultaciones de las cosas nos liberan de la necesidad de la sospecha desconfiada. El pretender llegar a la «verdad desnuda» es uno de los motivos de la sensibilidad desespe­rada que quiere rasgar el velo de los convencionalismos, las menti­ras, las abstracciones y las discreciones para acceder a la cosa. Y tal es el motivo que me mueve. Una amalgama de cinismo, sexismo, «ob­jetividad» y psicologismo constituye el ambiente de la supraestructu­ra de Occidente: el ambiente de la decadencia, un ambiente bueno para estrafalarios y para la filosofía.
En la base de mis impulsos encuentro un infantil respeto para to­do aquello que, en un sentido griego, se llamó filosofía, cosa en la que, por lo demás, también es cómplice una cierta tradición fami­liar de respeto. Con harta frecuencia, mi abuela, una hija de maes­trescuela de cuño idealista, solía manifestar con orgullo y llena de respeto que había sido Kant quien había escrito la Crítica de la Razón pura y Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. Y quizá habría en el mundo alguno más de semejantes libros mágicos que, no pudiéndose leer por ser demasiado difíciles, hay sin embargo que admirar desde fuera como algo de una grandeza total.
¿No hay una filosofía en la que la vieja «mano huesuda» nos saque el cerebro, nos desatornille el cerebro de la cabeza? El sueño que persigo es el de ver florecer de nuevo el agonizante árbol de la filosofía, en una eclosión sin desencantos, plagado de las extrañas flores del pensamiento, rojas, azules y blancas, fulgiendo en los colo­res del principio, al igual que cuando, en la primigenia luz griega, comenzó la theoria y cuando, de una manera increíble y de repente, como todo lo que es claro, el comprender encontró el camino a su lenguaje. ¿Somos en realidad culturalmente tan antiguos como para repetir semejantes experiencias?
El lector queda invitado a sentarse por un rato bajo este árbol que en realidad no puede existir. Prometo no prometer nada y, por encima de todo, no prometeré ningún valor nuevo. La crítica de la razón cínica pretende –por citar la caracterización que de las co­medias aristofánicas hizo Heinrich Heine– seguir «la profunda idea de la aniquilación del mundo», sobre la que descansa la gaya cien­cia..., «y que en ella, como en un árbol maravilloso fantásticamente irónico, surjan, en el floral adorno de pensamientos, nidos de rui­señores cantarines y monos trepantes» (Los baños de Lucca*).


Múnich, verano de 1981


Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).

23.1.11

Funciones de verdad ¡Lógico!: Logic A very short introduction.

2. Funciones de Verdad -¿O No?

Ya sea que las reglas de validez estén fuertemente unidas a nosotros o no, todos tenemos intuiciones muy fuertes sobre la validez o sobre algún tipo de inferencia. No habrá desacuerdo, por ejemplo, en que la siguiente inferencia es válida: ‘ella es mujer y es banquera; así es que es banquera’. O que la siguiente inferencia es inválida: ‘él es carpintero; así es que es carpintero y juega futbol’.

Pero nuestras intuiciones, a veces, nos meten en problemas. ¿Qué piensas de la siguiente inferencia? Las dos premisas se ponen sobre la línea, la conclusión debajo.       


La Reina es rica.        La reina no es rica.
Los puercos pueden volar.

Ciertamente que no parece válida. El bienestar de la reina –grande o no- no parece tener nada que ver con las habilidades voladoras de los cerdos.


Pero. ¿Qué piensas de las siguientes dos inferencias?


La reina es rica.
O la reina es rica o los puercos pueden volar.

O la reina es rica o los puercos pueden volar. La reina no es rica.
Los puercos pueden volar.

La primera de ellas parece válida. Consideremos su conclusión. Los lógicos llaman disyunciones a este tipo de sentencias; y las sentencias a cada lado de la ‘o’ son llamadas disyuntas. Ahora. ¿Qué se requiere para que una disyunción sea verdadera? Sólo que uno de los dos disyuntos sea verdadero. Así es que en cualquier situación donde la premisa sea verdadera, también lo es la conclusión. La segunda inferencia también se ve válida. Si uno u otro de los dos dichos es verdadero y uno de ellos no lo es, el otro lo debe ser.

Ahora, el problema es que poniendo juntas estas dos inferencias aparentemente válidas, obtenemos una inferencia aparentemente inválida, como esta:

La reina es rica.
                                              O la reina es rica o los puercos pueden volar. La reina no es rica.
                                                                                     Los puercos pueden volar.

No puede estar bien. Relacionar las inferencias válidas de este modo no puede resultarte en una inferencia inválida. Si todas las premisas son verdaderas en cualquier situación, entonces también lo son sus conclusiones, las conclusiones que se siguen de ellas; y así, hasta la conclusión final. ¿Cuál ha sido el error?


Para dar una respuesta ortodoxa a la cuestión, enfoquémonos un poco más en los detalles. Para comenzar, vamos a escribir la sentencia ‘Los puercos pueden volar’ como p, y la sentencia ‘La Reina es rica’ como q. Esto compacta un poco las cosas, pero no sólo eso: si lo piensas un momento, puedes ver que las dos sentencias particulares usadas en nuestro ejemplo, no tienen demasiado que ver; pude haber puesto todo el ejemplo usando cualquier par de sentencias; así es que podemos ignorar su contenido. Esto es lo que hacemos cuando escribimos las sentencias como simples letras.


La sentencia ‘O la reina es rica o los puercos pueden volar’  ahora se vuelve ‘q o p’. Los lógicos a menudo escriben esto como qp. ¿Qué pasa con ‘La reina no es rica’? reescribamos esto como ‘No es el caso que la Reina es rica’, poniendo la partícula negativa al principio de la sentencia. Entonces, la sentencia queda como ‘No es el caso que q’. Los lógicos a menudo escriben esto como ¬q, y la llaman la negación de q. Ya que estamos en eso, ¿qué pasa con la sentencia ‘La Reina es rica y Los puercos pueden volar’? Esto es, q y p. Los lógicos a menudo escriben esto como qp y llaman a ello la conjunción de q y p, siendo q y p las sentencias conjuntas. Con esta maquinaria en nuestro poder, podemos reescribir nuestra cadena-inferencia, así:

q
                qp         ¬q
                  p

¿Qué tenemos para decir sobre esta inferencia?

Las sentencias pueden ser verdaderas y las sentencias pueden ser falsas. Usemos V por verdad y F por falsedad. Después del trabajo realizado por uno de los fundadores de la lógica moderna, el filósofo/matemático alemán Gottlob Frege, ellos son a menudo llamados valores de verdad. Dada cualquier sentencia a ¿Cuál es la relación entre el valor de verdad de a y su negación, ¬a? La respuesta natural es que si una es verdadera, la otra es falsa y viceversa. Así, si la sentencia ‘La reina es rica’ es verdadera, ‘La reina no es rica’ es falsa y viceversa. Podemos decirlo como sigue:

¬a tiene el valor V solo si a tiene el valor F.
¬a tiene el valor F solo si a tiene el valor V.

Los lógicos llaman a estas las condiciones de verdad para la negación. Si asumimos que toda sentencia es o verdadera o falsa, pero no ambas, podemos poner esas condiciones en la tabla siguiente, que los lógicos llaman una tabla de verdad:

a
¬a
V
F
F
V



 Gottlob Frege (1848-1925), uno de los fundadores de la lógica moderna.

Si a tiene el valor de verdad dado en su columna, ¬a tiene su valor correspondiente en la suya (a la derecha de la columna de a).

¿Qué hay sobre la disyunción, ∨? Como se había dicho ya, la asunción natural es que una disyunción ab es verdadera, si una u otra (o tal vez ambas) de ellas es verdadera y falsa en caso contrario. Podemos constatarlo en las condiciones de verdad de la disyunción:

ab tiene el valor V solo si al menos una de las disyuntas tiene el valor V.
ab tiene el valor F solo si ambas disyuntas tienen el valor F.

Estas condiciones pueden ponerse en una tabla de verdad como la que sigue:

a
b
ab
V
V
V
V
F
V
F
V
V
F
F
F

Cada fila –excepto la primera, que es el encabezado- ahora muestra una posible combinación de valores de a (la primer columna) y b (la segunda columna). Hay cuatro posibles combinaciones y por tanto cuatro filas. Para cada combinación, el correspondiente valor para ab es dado a la derecha (en la tercer columna).

De nuevo, ya que andamos en esto, ¿Cuál es la relación entre los valores de verdad de a y b, en ab? La asunción natural es que ab es verdadera si ambas a y b son verdaderas, y falsa en caso contrario. Así, por ejemplo, la sentencia ‘Juan tiene 35 y Juan tiene el cabello café’ es verdadera solo si  ‘Juan tiene 35’ y ‘Juan tiene el cabello café’ son ambas verdaderas. Podemos anotar las condiciones de verdad de la disyunción:

ab tiene el valor V solo si ambas conjuntas tienen el valor V.
ab tiene el valor F solo si al menos una de las conjuntas tienen el valor F.

Estas condiciones pueden ser mostradas en una tabla de verdad como la que sigue:

a
b
ab
V
V
V
V
F
F
F
V
F
F
F
F

Ahora. ¿Qué tiene que ver todo esto con nuestro problema inicial? Volvamos a la cuestión que se planteó al final de capitulo pasado: ¿Qué es una situación? Un pensamiento natural es que sea lo que sea una situación, ella determina un valor de verdad para cada sentencia. Así es que, por ejemplo, en una situación particular, la sentencia ‘La Reina es rica’ podría ser verdadera y falsa ‘Los puercos pueden volar’. En otra podría ser al revés (¡nótese que tales situaciones son puramente hipotéticas!). En otras palabras, una situación determina un valor de verdad para cada sentencia relevante. Aquí las sentencias relevantes son simples, no contienen ‘y’, ‘o’ ni ‘no’. Dada la información básica sobre la situación, podemos usar las tablas de verdad para obtener los valores de verdad de nuevas sentencias a partir de las básicas.

Por ejemplo, supongamos que tenemos la siguiente situación:

p: V
q: F
r: V

(r podría ser la sentencia ‘El ruibarbo es nutritivo’, ‘p: V’ significa que a p se le ha asignado el valor de verdad V, etc.…) ¿Cuál sería entonces el valor de verdad de, digamos, p ∧ (¬rq)? Obtenemos su valor de verdad exactamente del mismo modo que obtendríamos el valor numérico de 3 * (-6 + 2) usando tablas de adición y multiplicación. El valor de verdad de r es V. Entonces, la tabla para ¬ nos dice que el valor de verdad de ¬r es F. Pero dado que el valor de q es F, la tabla de verdad para ∨ nos dice que el valor de verdad para ¬rq es F. y como el valor de verdad de p es V, la tabla de verdad para ∧ nos dice que el valor de verdad de p ∧ (¬rq) es F. en este camino paso a paso, podemos obtener el valor de verdad de cualquier fórmula que contenga ∧, ∨ o ¬.

Ahora, recordemos la definición dada en el capítulo pasado de que una inferencia es válida cuando no hay una situación en la cual todas las premisas sean verdaderas y la conclusión sea no verdadera (o falsa). Esto es, es válida si es imposible asignar valores de verdad a las sentencias relevantes de modo que resultara que siendo todas las premisas verdaderas (tuvieran asignado el valor V), la conclusión fuera falsa (tuviera asignado el valor F). Consideremos ahora, por ejemplo, la inferencia que habíamos visto ya: p / qp (esta vez lo puse en un solo renglón para ahorrarle dinero a la editorial). Las sentencia relevantes son p y q. Hay cuatro combinaciones de valores de verdad y para cada uno de ellos podemos los valores de verdad de las premisas y la conclusión. Podemos representar el resultado como sigue:

q
p
q
qp
V
V
V
V
V
F
V
V
F
V
F
V
F
F
F
F
   
Las primeras dos columnas contienen todas las posibles combinaciones de valor de verdad de p y q. Las últimas dos contienen los correspondientes valores de verdad para la premisa y la conclusión. La tercera columna es la misma que la primera. Esto es un accidente de este ejemplo, debida al hecho de que, en este caso particular,  la premisa es también una de las sentencias relevantes. La columna cuarta puede ser obtenida de la tabla de verdad para la disyunción. Dada esta información podemos ver que la inferencia es válida. Dado que no hay ninguna fila donde la premisa, q, sea verdadera y la conclusión, qp, no.

¿Qué hay sobre la inferencia qp, ¬q / p? Procediendo del mismo modo obtenemos:

q
p
q ∨ p
¬q
p
V
V
V
F
V
V
F
V
F
F
F
V
V
V
V
F
F
F
V
F

Esta vez hay cinco columnas, dado que hay dos premisas. Los valores de verdad de las premisas y la conclusión pueden ser tomados de las tablas de verdad para la disyunción y la negación. Y de nuevo, no hay ninguna fila donde las premisas sean verdaderas y la conclusión, no. Por lo tanto, la inferencia es válida.

¿Y sobre la inferencia con la que comenzamos: q, ¬q / p? Procediendo igual que antes, se obtiene:

q
p
q
¬q
p
V
V
V
F
V
V
F
V
F
F
F
V
F
V
V
F
F
F
V
F

De nuevo la inferencia es válida; y ahora vemos porqué. No hay ninguna columna en la cual ambas premisas sean verdaderas y la conclusión sea falsa. ¡Al final, la conclusión realmente no importa! Algunas veces, los lógicos describen esta situación diciendo que la inferencia es vacuamente válida, dado el hecho de que las premisas nunca pueden ser verdaderas a la vez.

Aquí hay, entonces, una solución a nuestro problema inicial. De acuerdo a esta explicación, nuestra intuición general sobre la inferencia era equivocada. Después de todo, la intuición de las personas puede a menudo verse engañada. A cualquiera le parece obvio que la tierra no se mueve –hasta que se toma un curso de física y se da uno cuenta de que realmente se encuentra rodando por todo el espacio. Podemos incluso ofrecer una explicación de porque nuestras intuiciones lógicas son equivocadas. La mayoría de las inferencias que tenemos en la práctica no son del tipo vacuo. Nuestras intuiciones son desarrolladas en este tipo de contexto y no aplican en lo general –justo como el hábito construido cuando se aprende a caminar (y por ejemplo, no irse de costado) no siempre es aplicable en otros contextos (por ejemplo, cuando se aprende a andar en bici).

Ya volveremos a esta discusión en capítulo posterior. Pero terminemos en este momento dando un breve vistazo a la adecuación de la maquinaria  que hemos usado. Las cosas en este punto no son tan simples y directas como uno podría tener la esperanza. De acuerdo con la explicación, el valor de verdad de la sentencia ¬a es completamente determinado por el valor de verdad de a. De modo similar, el valor de verdad de las sentencias ab y ab están completamente determinadas por los valores de verdad de a y b. Los lógicos llaman a este tipo de operaciones, que trabajan de este modo, funciones de verdad. Pero hay buenas razones para suponer que ‘o’ y ‘y’, como ocurre en el castellano, no son funciones de verdad –al menos, no siempre.

Por ejemplo, de acuerdo a la tabla de verdad de para ∧, ‘a y b’ tiene siempre el mismo valer de verdad que ‘b y a’: o sea, ambos son verdaderos si a y b son ambos, también, verdaderos. Pero considérense las sentencias:

1.      Juan se golpeó la cabeza y se cayó.
2.      Juan se cayó y se golpeó la cabeza.

La primera dice que Juan se golpeó la cabeza y luego se cayó. La segunda dice que Juan se cayó y entonces se golpeó la cabeza. Claramente, la primera pudiera ser verdadera mientras que la segunda falsa, y viceversa. Así, no solo es importante el valor de verdad de las conjuntas, sino también cual conjunta causó a la otra.

Similares problemas presenta el ‘o’. De acuerdo a la explicación que tenemos, ‘a o b’ es verdadera si una u otra de las disyuntas lo es. Pero supongamos que un amigo dice:

O vienes ahora o llegaremos tarde;

Y entonces vienes. Dada la tabla de verdad para ∨, la disyunción es verdadera. Pero supóngase que el amigo nos ha estado engañando: se  hubiera podido retrasar uno, una media hora todavía y aun así estar a tiempo. En esas circunstancias, de seguro habríamos dicho que el amigo había mentido: que lo que había dicho era falso. De nuevo, lo importante no es solo el mero valor de verdad de las disyuntas, sino la existencia de una relación de cierto tipo entre ellas.

La maquinaria en cuestión resuelve sólo cierto tipo de inferencias; hay muchos otros tipos. Apenas hemos comenzado.  

Ideas principales del capítulo.
·         En una situación, un único valor de verdad (V o F) es asignado a cada sentencia relevante.
·         ¬a es V solo si a es F.
·         ab es V solo si al menos uno de ellos es V.
·         a b es V solo si ambos son V.


Graham Priest, Logic A very short introduction, 2000, 2006 (Traducción propia).