MOTTO

Así que: “…se adquiere un campo, un pedazo de tierra, se da la vuelta a ese pedazo de tierra, en ese primer recorrido del nuevo pedazo de tierra no se lleva a nadie, se protege uno, sigue su camino, se traza un pequeño círculo, destruir, extinguirlo todo, hacer que no haya sucedido, a los curiosos su propia saliva en el rostro, nada de comunicaciones, nada de descubrimientos: éstos se hacen para comunicarlos: se ha llegado a un punto en que ya no se tienen puntos de referencia para trazar los límites: se levanta un alto muro, se construye cada vez más alto, se acelera el muro, se sacrifica casi todo por la construcción de ese muro, finalmente se sacrifica uno mismo, la idea; el muro se ha hecho tan alto que no se puede tener ya ninguna relación,…”...

Thomas Bernhard, In der Höhe. Rettungsversuch, Unsinn, 1959 (Sáenz, 1992).

27.2.11

Entre Absurdas Condiciones ¡Lógico!: Logic A very short introduction.

7. Condicionales: ¿Qué Hay En Un Si...?

En este capítulo nos enfocaremos en el operador lógico que se introdujo de pasada en el capítulo anterior, el condicional. Recordemos que un condicional es una sentencia de la forma “si a entonces c”, que escribiremos como ac. Los lógicos llaman a al antecedente del condicional, y c al consecuente. También hicimos notar que una de las más notables inferencias concernientes al condicional es el modus ponens: a,  ac/c. Los condicionales son fundamentales para gran parte de nuestro razonamiento. En el capítulo pasado mostramos solo un ejemplo de ello. Aun así el condicional es profundamente complicado. Este ha sido estudiado en lógica desde los tiempos más antiguos. De hecho, Calímaco, un comentador antiguo ha reportado que una vez, incluso, los cuervos en las azoteas discutían sobre los condicionales.

Veamos porqué -o al menos una de las razones de porqué- los condicionales son complicados. Si sabemos que ac, parecería que se puede inferir que ¬(a   ¬c) (no es el caso que a y no c). Supóngase, por ejemplo, que alguien nos informa que si perdemos el camión, llegaremos tarde. Podemos inferir de ello que es falso que perdamos el camión y no lleguemos tarde. A la inversa, si sabemos que ¬(a   ¬c), parecería que se puede inferir  ac de ello. Supóngase por ejemplo, que alguien nos dice que no podemos ir al cine sin gastar dinero (no es el caso que iremos al cine y no gastaremos dinero). Se puede inferir que si se va al cine, se gasta dinero.

¬(a   ¬c) es, a menudo, escrito como ac, y llamado el condicional material. Así, parecería que  ac y  ac significan casi la misma cosa. En particular, asumiendo la maquinaria del capítulo 2, debe tener la misma tabla de verdad. Es un ejercicio simple, que dejaremos, para mostrar que ello es como sigue:­ 

A
C
ac
V
V
V
V
F
F
F
V
V
F
F
V


Pero esto es extraño. Esto significa que si c es verdadera en una situación (como en la primera y tercer fila), así lo es ac. Esto, difícilmente se ve correcto. Es verdad, por ejemplo que Canberra es la capital federal de Australia, pero el condicional “Si Canberra no es la capital federal de Australia, Canberra es la capital federal de Australia” parece simplemente falso. Similarmente, las tablas de verdad nos muestran que si a es falsa (como en la tercera y cuarta fila), ac es verdadera. Pero esto también, difícilmente se ve correcto. El condiciona “Si Sídney es la capital federal de Australia, entonces Brisbane es la capital federal” también parece patentemente falsa. ¿Qué es lo que está mal?

Lo que estos ejemplos parecen mostrar es que → no es una función de verdad: el valor de verdad de ac no está determinado por los valores de verdad de a y c. Tanto “Roma está en Francia” como “Beijing está en Francia” son falsas; pero es verdad que:

Si Italia es parte de Francia, Roma está en Francia.

Mientras que es falso que:

Si Italia es en Francia, Beijing está en Francia.

Entonces ¿Cómo funciona el condicional?

Se puede dar una respuesta usando la maquinaria de los mundos posibles dada en el capítulo pasado. Considérense los dos últimos condicionales. En cualquier situación posible en la que Italia se hubiera incorporado a Francia, Roma hubiera estado, de hecho, en Francia. Pero hay situaciones posibles en las que Italia pudo haber sido incorporada a Francia, sin que esto hubiera tenido algún efecto sobre China, en lo absoluto. De modo que Beijing nunca estuvo en Francia. Esto sugiere que el condicional ac es verdadero en alguna situación, s, solo si c es verdadera en cada una de las situaciones asociadas con s en las cuales a es verdadera; y es falso en s, si c es falsa en alguna de las situaciones posibles asociadas a s en las que a es verdadera.

Esto da una caracterización plausible de →. Por ejemplo, en ella se muestra el porqué el modus ponens es válido -al menos sobre una asunción. La asunción es que tomamos a s en sí misma como una de las situaciones posibles asociadas a s. Esto parece razonable: cualquier cosa que sea de hecho el caso en s  es, seguramente, posible. Ahora, supóngase que a y ac son verdaderas en alguna situación, s. Entonces c es verdadera en todas las situaciones asociadas a s en los cuales a es verdadera. Pero s es una de esas situaciones, y a es verdadera en ella. Por ello, lo es c, como se requería.    

Volviendo al argumento con el que comenzamos, podemos ver ahora dónde es que falla. La inferencia sobre la cual el argumento depende es:

           ¬(a   ¬c)            
ac

Y ella no es válida. Por ejemplo, si a es falsa en alguna situación, s, esto es suficiente para hacer verdadera a la premisa en s. Pero ello no nos dice algo sobre cómo se comportan a y c en las situaciones posibles asociadas a s. Bien podría ser que en una de ellas, digamos s', a sea verdadera y c no lo sea, como aquí:

s: a : F; c : F
s': a : V; c : F

Así que, ac no es verdadera en s.

Qué pasa con el ejemplo que dimos poco antes, donde uno es informado de que no se puede ir al cine sin gastar dinero. ¿No es así que en este caso la inferencia parece válida? Supóngase que sabemos que  no podemos ir al cine sin gastar dinero: ¬(c   ¬d). ¿Estamos realmente obligados a concluir que si vamos al cine gastaremos dinero: cd? No necesariamente. Supóngase que no vamos a ir al cine, sea como sea, incluso cuando esa noche la entrada sea gratis (hay un programa en la televisión que es mucho más interesante). Entonces sabemos que no es verdad que iremos (¬c) y también que no es verdad que iremos y que no gastaremos dinero: ¬(c   ¬d). ¿Estamos obligados a inferir que si vamos al cine, gastaremos dinero? Ciertamente que no: podría haber entrada gratuita.

Es importante notar que en el tipo de situación donde se aprendió que la premisa es verdadera porque fuimos informados de ello, usualmente otros factores están operando. Cuando alguien nos dice algo como ¬(c   ¬d), normalmente no lo hacen sobre la base de conocer que ¬c sea verdadera (si lo supieran, normalmente no habría razones para hablar sobre la situación). Si nos dicen esto, es sobre la base de que hay alguna conexión entre c y d: que no se puede tener a d como verdadera sin que también c lo sea -y esto es exactamente lo que requiere el condicional para ser verdadero. Así que en el caso donde se nos informa la premisa, sería razonable inferir que cd: pero no por el contenido de lo que se nos ha dicho -más bien por el hecho de que nos ha sido dicho.

7. Saltando a las conclusiones.

De hecho, a menudo hacemos inferencias de este tipo, correctamente, sin pensar. Supóngase, por ejemplo, que le pregunto a alguien cómo hacer que mi computadora haga una cosa u otra, y me contesta que “hay un manual en el estante”. Yo infiero que es un manual para la computadora. Ello no se sigue de lo que en realidad fue dicho, pero remarcarlo pudiera no haber sido relevante a menos de que el manual fuera un manual de computadora, y las personas, normalmente, son relevantes en lo que dicen. Por ello, podemos concluir que es un manual de computadora del hecho de que se nos dijo lo que se nos dijo. La inferencia no es deductiva. Después de todo, la persona pudo haberlo dicho, sin que el manual fuera un manual de computadora. Pero la inferencia aún es una excelente inferencia inductiva. Lo es de un tipo, usualmente, llamado implicadura conversacional.

La caracterización del condicional que acabamos de ver parece ir bien -al menos hasta donde la hemos visto. Esta enfrenta algunos problemas, sin embargo. He aquí uno de ellos. Considérese la siguiente inferencia:

Si vas a Roma estarás en Italia.
Si estás en Italia, estás en Europa.
Por ello si vas a Roma, estarás en Europa.

Si x es mayor que 10 entonces x es mayor que 5.
Por ello, si x es mayor que 10 y menor que 100, entonces x es mayor que 5.

Estas inferencias parecen perfectamente válidas, y lo son en la presente caracterización. Podemos escribir la primera inferencia como:

1.
         ab      bc
        ac

Para ver porque es válida supóngase que las premisas son verdaderas en alguna situación, s. Entonces b es verdadera en toda situación posible asociada a s donde a sea verdadera; e igualmente, c es verdadera en toda situación asociada donde b lo sea. Por ello, c es verdadera en toda aquella situación donde a sea verdadera. Esto es, ac es verdadera en s.

Podemos escribir la segunda inferencia como:

2.
ac
(a   b) → c

Para ver porque es válida supóngase que las premisas son verdaderas en alguna situación, s. Entonces c es verdadera en toda situación posible asociada a s donde a sea verdadera. Ahora, supóngase que a   b es verdadera en alguna situación asociada; entonces a es, ciertamente, verdadera en esa situación, y por ello, c lo es. Por ello, (a   b) → c es verdadera en s.

Hasta aquí todo bien. El problema es que hay inferencias que son exactamente de esta forma, pero las cuales parecen ser inválidas. Por ejemplo, supóngase que habrá elección de Presidente con sólo dos candidatos, Martínez, el Presidente actual, y López. Ahora considérese la siguiente inferencia:

Si Martínez muere antes de la elección, López ganará. Si López gana la elección, Martínez se retirará y tomará su pensión. Por ello, si Martínez muere antes de la elección, se retirará y tomará su pensión.

Esta es exactamente una inferencia de la forma 1. Pero aquí parece claro que puede haber una situación en la que ambas premisas sean verdaderas. Pero no la conclusión -a menos de que consideremos una situación bizarra en la cual el gobernador pueda efectuar ¡cobros de pensión desde el más allá!

O considérese la siguiente inferencia sobre Martínez:

Si Martínez salta desde la punta de un alto precipicio, ella morirá debido a la caída. Por ello, si Martínez salta desde la punta de un alto precipicio y usa un paracaídas, ella morirá debido a la caída.

Esta es una inferencia de la forma 2. Aunque, de nuevo, parecería claro que puede haber situaciones donde la premisa sea verdadera pero la conclusión no lo sea.

¿Qué podemos decir sobre este estado de cosas? Pensemos en ello. Más allá del hecho de que los condicionales son centrales en el modo en el que razonamos sobre todas las cosas, aún es una de las áreas más controvertidas de la lógica. Si los pájaros no discuten más sobre los condicionales, los lógicos ciertamente sí.

Principales Ideas del Capítulo 
·         ab es verdadera en una situación, s, sólo si b es verdadera en toda situación asociada a s donde a es verdadera.


Graham Priest, Logic A very short introduction, 2000, 2006 (Traducción propia).

Desenmarcaramientos clásicos: Kritik der zynischen Vernunft, Primera Parte, 3, II.


Crítica de la ilusión religiosa

El engaño va más allá de la sospecha.
La Rochefoucauld

La crítica ilustrada del fenómeno religioso se concentra de una manera estratégicamente inteligente en los atributos de Dios y sólo secundariamente aborda la delicada «pregunta de la existencia». En el fondo no se trata de si «hay» Dios: lo esencial es lo que piensan los hombres que afirman que Dios existe y que quiere esto o lo otro.
Consiguientemente, de lo que se trata en primer lugar es de ave­riguar lo que se pretende saber de Dios aparte de su existencia. Las tradiciones religiosas aportan a este respecto el material. Puesto que Dios no aparece «empíricamente», la subordinación de los atributos divinos a la experiencia humana desempeña un papel decisivo en la crítica. Bajo ninguna circunstancia la doctrina de Dios de las reli­giones puede obviar este acceso, a no ser que ésta opte por una teo­logía radical de los misterios o, más consecuentemente, por la tesis mística del Dios innombrable. Esta consecuencia, correcta desde el punto de vista filosófico-religioso, ofrecería una protección sufi­ciente ante la detectivesca pregunta que se hace la Ilustración acer­ca de las fantasías humanas sobre Dios que se traslucen en sus atri­butos. Sin embargo, con la renuncia mística, la religión no puede convenirse en institución social; vive de presentar las narraciones seguras (mitos), atributos estandarizados (nombres e imágenes), tanto como formas estereotipadas de trato con lo sagrado (rituales) en formas que constantemente se repiten.
De esta manera, sólo tienen que observarse más de cerca estas presentaciones para seguir el rastro de los secretos de su fabricación. El texto bíblico suministra la prueba decisiva al crítico de la re­ligión. En Génesis, capítulo primero, versículo 27, se dice: «Y Dios creó al hombre a su imagen; a la imagen divina Él lo creó». Indu­dablemente, esta referencia de imagen se puede explicar al revés. A partir de ahí no hay ningún problema para saber de dónde provie­nen las imágenes; el hombre y su experiencia son el material del que están hechos los sueños oficiales de Dios. El ojo religioso pro­yecta imágenes terrenales al cielo.
Una de estas proyecciones elementales -¿cómo podría ser de otra forma?- proviene del ámbito de las representaciones familia y creación. En las religiones politeístas a menudo se encuentran en­trelazadas sagas familiares auténticamente frívolas y líos de procrea­ción a cargo de divinidades, tal y como fácilmente se puede estudiar en los olimpos griego, egipcio e hindú. El que la imaginación hu­mana haya actuado con demasiada decencia a la hora de represen­tar plásticamente las poblaciones celestiales no lo afirma nadie. In­cluso la doctrina cristiana de la Santísima Trinidad, sublime y teológicamente tan pretenciosa, no se queda libre de esas fantasías de procreación y de familia. Su refinamiento peculiar, sin embargo, hace que María quede embarazada del Espíritu Santo. La sátira ha aceptado este reto. Con ello debe evitarse la representación de que entre Padre e Hijo existe un lazo de unión fundado sexualmente. El Dios cristiano puede bien «engendrar», pero no copular; por eso, el Credo, con verdadera sutileza, dice: genitum, non factum.
Muy emparentado con el pensamiento de la procreación está el pensamiento de la autoría, de la creación del inundo, que se atribu­ye especialmente a los dioses supremos y únicos. Aquí se mezcla la experiencia humana del producir, una experiencia que arraiga en el empirismo campesino y artesano. En su trabajo el hombre se descubrió a sí mismo modélicamente como creador o autor de un efecto nuevo, antes inexistente. Cuanto más avanzaba la mecanización del mundo, tanto más se veía desplazada la representación divina desde una visión biológica del engendrar a la de la producción. Correspondientemente, el Dios creador se fue convirtiendo paulatinamente en un fabricante del mundo, en el productor originario.
 La tercera proyección elemental es la de su carácter auxiliador, quizá la más importante de entre las imaginaciones constitutivas de la vida religiosa. La mayor parte de las llamadas religiosas se dirigen a Dios como auxiliador en las necesidades de la vida y de la muerte. Pero, dado que el auxilio de Dios presupone su poder sobre las apa­riciones terrenales, la fantasía del auxiliador se mezcla con las ex­periencias humanas del vigilar, del proveer y del regir. La imagen popular de Cristo le representa como el Buen Pastor. En el proceso de la historia de la religión se han asignado a los dioses distritos de dominio y responsabilidad, bien sea en forma de soberanía sectorial sobre un elemento de la naturaleza, tales como el mar, el río, el viento, el bosque, los cereales, bien en una forma de dominio ge­neral sobre el mundo creado. Las experiencias políticas penetran evidentemente estas proyecciones. El poder de Dios está en analo­gía con las funciones de jefe o de rey. La religión de la sociedad feu­dal es la que menos encubre su proyección política de Dios, al constituirle sin ningún género de dudas como Señor feudal superior y darle, efectivamente, el título feudal de «Señor»; en inglés se dice todavía hoy My Lord.
De la forma más ingenua salen a la luz el antropomorfismo y el sociomorfismo, allí donde se intentaron representaciones imagina­tivas de Dios. Por eso, tanto la teología como las religiones reflejas han promulgado estrictas prohibiciones de representación plástica, pues en ellas se reconoce el peligro de la cosificación. El judaísmo, el Islam y también ciertas fracciones «iconoclastas» del cristianismo han practicado en este punto un distanciamiento inteligente. Ya la sátira de la Ilustración se divertía con las divinidades africanas, para las que una piel negra era igualmente tan natural como los ojos ras­gados para los ídolos asiáticos. Se regodeaba con la consideración de cómo lograrían representarse los leones, camellos y pingüinos al buen Dios: ¿como león, como camello, como pingüino?
Con este descubrimiento de los mecanismos proyectivos, la críti­ca de la religión ha puesto en manos de los movimientos de la Ilus­tración un arma afilada. Sin gran esfuerzo se puede demostrar que el mecanismo de proyección es siempre y en el fondo el mismo, tan­to si se trata de ingenuidades sensibles, tales como los ojos rasgados y la barba blanca del abuelo, o de atributos sutiles como la personalidad, la creación del mundo, la permanencia o la omnisciencia. Pero, en todo esto, la crítica de la religión consecuente deja intacta la cuestión de la «existencia de Dios». Es propio del tacto racional no abandonar el ámbito que se plantea mediante la pregunta: «¿Qué puedo saber?». La crítica sufrió de nuevo una recaída dog­mática cuando, con afinaciones metafísicamente negativas por su parte, saltó más allá de los límites del saber y comenzó a profesar un torpe ateísmo. Los representantes de las religiones organizadas pu­dieron afirmar a partir de aquí, complacidos, una aproximación de «la cosmovisión atea» a la teológica. Pues donde hay una contradicción frontal no se da ningún avance más allá de ambas posiciones. Instituciones a las que no les importa nada más que su autoconser­vación no necesitan nada.
Junto al desenmascaramiento antropológico de la proyección de Dios, la Ilustración conoce, a partir del siglo XIX, una segunda estra­tegia subversiva en la que nosotros descubrimos el germen de una teoría moderna del cinismo. Ésta se conoce con el nombre de teoría de la mentira piadosa. Con ella la Ilustración echa una primera mira­da instrumentalista a las religiones al preguntarse a quién sirve la re­ligión y qué función desempeña en la vida de la sociedad. La res­puesta a esto –aparentemente sencilla– no ponía en aprietos a los ilustrados. Efectivamente, sólo necesitaban echar una mirada sobre mil años de política religiosa cristiana, desde Carlomagno hasta Ri­chelieu, para leer la respuesta en las huellas sangrientas del poder religiosamente guarnecido.

Todas las religiones se han edificado sobre el suelo del miedo; las tempestades, los rayos, las tormentas... son el origen de ese miedo. El hombre, que se sentía impotente frente a los acontecimientos de la naturaleza, bus­caba su refugio en los seres que eran más fuertes que él mismo. Sólo posteriormente hombres ambiciosos, políticos refinados y filósofos han sabido sacar ventaja de la credulidad del pueblo. Para este fin buscaban un gran número de dioses, tan fantásticos como crueles, que no servían para ningún otro fin que el de asegurar y mantener su poder frente a los hombres. Así apa­recen las diferentes formas de culto que en última instancia sólo aspiran a imprimir una clase de legalidad trascendental a un orden de sociedad existente..., el núcleo de todas las formas del culto consistía en el sacrificio que el individuo tenía que ofrecer para el bien de la comunidad... De esta manera, ya no resulta sorprendente que en el nombre de Dios... el mayor número de hombres se vea oprimido por un pequeño grupo de gente que ha hecho del temor religioso un aliado eficaz. (Thérese Philosophe, Ein Sit­tenbild aus dem 18. Jahrhundert; verfasst von dem intimen Freund Friedrichs des Grossen, dem Marquis d’Argens, traducido por J. Fürstenauer. Darmstadt s. f. La atribución al autor no está clara, ya que se apoya meramente en una ob­servación del Marqués de Sade; págs. 111-112.)

Esto es una teoría instrumentalista de la religión que no admite ambages. Ciertamente, también pone la génesis de las religiones en la cuenta del desamparo humano (proyección del auxiliador). Pero esencialmente en ella está el ataque a una lógica abiertamente re­fleja e instrumentalista. En la cuestión sobre la función y el uso de la religión está la dinamita ideológico-crítica del futuro, el núcleo de cristalización del cinismo moderno reflexivo.
Al ilustrado le resulta fácil decir para qué existe la religión: en primer lugar, para la superación de la angustia vital: en segundo lugar, para la legitimación de los ordenamientos sociales opreso­res. Esto significa, al mismo tiempo, la serie histórica, tal como el texto acentúa expresamente: «Sólo con posterioridad...». Los ex­plotadores y utilizadores de la religión tienen que ser de un cali­bre distinto al del pueblo creyente, llano y lleno de miedo. Co­rrespondientemente, el texto elige sus expresiones: se trata de «hombres ambiciosos» y políticos y filósofos refinados. No se pue­de tomar suficientemente en serio el término «refinado». Apunta a una conciencia arreligiosa que utiliza la religión como instru­mento de dominio. Ésta sólo tiene la tarea de establecer perma­nentemente una disposición muda al sacrificio en el interior de los súbditos.
El ilustrado supone que los dominadores saben esto y que lo hacen actuar con cálculo consciente a su favor. Refinamiento no sig­nifica otra cosa más que «finura en el saber del dominio». La con­ciencia del que detenta el poder ha brotado del autoengaño reli­gioso; sin embargo, el engaño puede seguir trabajando a su favor. No cree, pero deja creer. Tiene que haber muchos tontos para que los listos sigan siendo unos pocos.
Considero que esta teoría ilustrada de la religión representa la primera construcción lógica del moderno y reflexivo cinismo seño­rial*. Sin embargo, esta teoría no se ha podido aclarar a sí misma la propia estructura y amplitud, y ha desaparecido en el curso del desarrollo teórico. En general, domina la concepción de que sólo con Marx la crítica de la ideología ha encontrado su forma válida, forma en la que los sistemas de Nietzsche y Freud, entre otras, siguieron trabajando, la opinión del manual sobre la teoría de la mentira piadosa indica que su comienzo ha sido insuficiente y con razón ha si­do vencido por las formas más «maduras» de la crítica sociológica y psicológica de la conciencia. Esto es sólo en parte correcto. Se pue­de comprobar que ésta capta una dimensión ante la que no sólo fracasaron las críticas sociológica y psicológica, también quedaron completamente ciegas cuando ella empezó a manifestarse dentro de su propio campo: la dimensión refinada.
La teoría del engaño es reflexivamente más compleja que la teo­ría del desenmascaramiento político-económico y que la de la psi­cología de las profundidades. Ambas teorías del desenmascara­miento ponen el mecanismo del desengaño tras la falsa conciencia: se engaña, se es engañado. La teoría del engaño, por otra parte, su­pone que se puede observar bipolarmente el mecanismo del error. No sólo se pueden sufrir engaños, también se puede utilizar éste contra los otros. Exactamente esto han tenido ante los ojos los pen­sadores del Rococó y de la Ilustración, no pocos de los cuales, Por lo demás, se habían ocupado del antiguo quinismo (por ejemplo, Diderot, Christoph M. Wieland). Denominan esta estructura -a fal­ta de una terminología más desarrollada- «refinamiento», que está en una alianza con la «ambición»; ambas son cualidades que en aquel tiempo fueron corrientes al saber mundano en las esferas cor­tesanas y urbanas. En realidad, esta teoría del engaño significa un gran descubrimiento lógico: un avance de la crítica de la ideología hacia el concepto de una ideología reflexiva. Toda la restante critica de la ideología posee ya una inclinación notable a constituirse en patrón de «la falsa conciencia» de los otros y a considerar a éstos ofuscados. La teoría del engaño, por el contrario, esboza el nivel de una crítica que concede al enemigo una inteligencia, por lo menos, de igual rango. Se sitúa concienzudamente en rivalidad con la con­ciencia enemiga, en vez de comentarla desde arriba. Desde finales del siglo XVIII la filosofía tiene en sus manos, por ello, el comienzo del hilo hacia una crítica de la ideología multidimensional.
Retratar al enemigo como a un estafador despierto y reflexivo, como a un «político» refinado, es al mismo tiempo ingenuo y refi­nado. De esta manera, se llega a la construcción de una conciencia refinada a través de otra que incluso lo es más. El ilustrado supera al engañador al considerar sus maniobras y exponerlas de tal manera que las desenmascara. Si el sacerdote mentiroso o el domina­dor son un cerebro refinado, es decir, modernos cínicos del seño­río, el ilustrado es, frente a ellos, un metacínico, un irónico, un satírico. Puede consumar de una manen soberana las intrigas del engaño en la cabeza del enemigo y hacerlas estallar riendo: no que­rréis vendernos como si fuéramos tontos. Pero esto apenas es posi­ble sin una cierta reflexiva situación de enzarzamiento dentro de la cual las conciencias están recíprocamente a la altura. En este clima, la Ilustración exige un entrenamiento en la desconfianza que aspi­ra a la superación del engaño a través de la sospecha.
El refinado rivalizar de la sospecha con el engaño puede quedar de manifiesto también en la cita antes dada. Efectivamente, su pe­culiar humor se hace reconocible cuando se sabe quién es el que ha­bla. El que habla es un clérigo ilustrado, uno de aquellos abbés mo­dernos y experimentados del siglo XVIII que pueblan las novelas galantes de la época, adornándola con sus aventuras eróticas y sus charlas racionales. En cierto modo, como experto de la falsa con­ciencia a causa de la profesión, se va de la lengua, la escena se de­sarrolla como si este clérigo olvidara que con su crítica del clero también habla de sí mismo. Incluso a través de él habla, probable­mente, el autor aristocrático, ciego para su propio cinismo. Él se po­ne del lado de la razón, sobre todo porque ésta no pone objeción alguna a sus deseos sexuales. El escenario de las picantes exposicio­nes crítico-religiosas es el lecho de amor que él acaba de compartir con la deliciosa Madame C. Y todos nosotros, la narradora Thérese, el receptor de sus apuntes confidenciales y el público íntimo están tras el cortinón del lecho y ven y oyen el susurro de la Ilustración, que tiene, naturalmente, todo lo que puede pasar en un oír y ver, como Heinrich Mann lo dijo en su Enrique IV, «para gran provecho de los sentidos restantes».
 El peso de las reflexiones del Abbé apunta a despejar del cami­no los obstáculos religiosos a la «voluptuosidad». Precisamente, la simpática dama acaba de burlarse de él: «Y bien, querido amigo, ¿qué hacemos s con la religión? Ésta nos prohíbe absolutamente las alegrías del placer fuera del estado del matrimonio». La cita ante­rior nos da una parte de la respuesta del Abbé. Para su propia sen­sualidad reivindica el desenmascaramiento de las prohibiciones re­ligiosas; sin embargo, bajo la reserva de la discreción más fuerte. Aquí, su propia ingenuidad aparece en la forma de un argumento superrefinado de ilustrado. El monólogo continúa en el siguiente coloquio:

-Vea usted, querida amiga, aquí tiene, pues, mi sermón al capítulo de la religión. No es otra cosa que el fruto de veinte años de observación y de reflexión. Siempre intenté separar la verdad de la mentira, como man­da la razón; por eso creo que deberíamos llegar a la conclusión de que el placer que a nosotros nos une tan cariñosamente, mi querida amiga, es pu­ro e inocente. ¿No garantiza la discreción con la que nos entregamos que esto no hiere ni a Dios ni a los hombres? Sin duda, sin esta discreción tales placeres podrían originar un escándalo maligno... Finalmente, nuestro ejemplo sería apropiado para confundir a jóvenes almas desprevenidas e inducirlas a la negligencia en los deberes que tienen frente a la sociedad...
-Pero -objetó Madame muy acertadamente-, en mi opinión, si nuestros placeres son tan inocentes como yo quiero con gusto creer, ¿por qué no de­beríamos entonces confiarlos a todo el mundo? ¿Qué mal puede entrañar, entonces el que nosotros hagamos participes a nuestros semejantes de los frutos del placer? ¿No me ha dicho usted continuamente que no puede darse mayor felicidad humana que la de hacer feliz a los otras...?
-Efectivamente, mi querida amiga, eso he dicho -añadió el Abbé-. Pe­ro esto no significa que nosotros debamos descubrir a la plebe tales secretos. ¿No sabe usted que la sensibilidad de esta gente es lo suficientemente grosera como para abusar de esto que a nosotros nos parece sagrado? No se la puede considerar como personas capaces de pensar razonablemente... De diez mil personas apenas hay veinte que puedan pensar lógicamente... Éste es el motivo por el que nosotros tenemos que proceder cuidadosa­mente con nuestras experiencias (págs. 113-114).

Toda prepotencia, una vez que se ha puesto a hablar, no puede por menos que irse de la lengua, pero tan pronto ha asegurado la discreción, entonces puede ser increíblemente sincera. Aquí, por boca del Abbé, llega a una confesión verdaderamente clarividente en la que suena ya una buena parte de la teoría de la cultura de Freud y de Reich. Pero el privilegiado ilustrado también sabe exac­tamente lo que pasaría si todos pensaran como él. Por ello, el despierto saber de las cabezas dominantes pretende ponerse unos lí­mites discretos; pues prevé un caos social si de la noche a la mañana las ideologías, los temores religiosos y acomodaciones desaparecie­ran de las cabezas de muchos. Estando él mismo desilusionado re­conoce la absoluta necesidad funcional de la ilusión para el statu quo social. De este modo trabaja la Ilustración en las cabezas que han re­conocido el surgimiento del poder. Su precaución y discreción es perfectamente realista, pues encierra una sobriedad impresionante, una sobriedad en la que reconoce que «los frutos dorados del placer» prosperan sólo en el statu quo que pone en el regazo de unos pocos las oportunidades de individualidad, sexualidad y lujo. No sin referencia a tales secretos de un poder podrido, era como Talleyrand decía que la dulzura de la vida sólo la había conocido aquel que había vivido antes de la Revolución.
¿Quizá signifique algo el que sea la voluptuosa y aplicada dama la que candorosamente (?) exija para todos los dulces frutos del placer y aluda a la felicidad de compartir, mientras que el realista Abbé se aferra al secreto, a la discreción en tanto que la «plebe» no esté madura para compartirlos? Por boca de la dama resuena, qui­zá, la voz de lo femenino, del principio democrático, de la genero­sidad erótica: una Madame Sans-Gêne de la política. No puede comprender que el placer es escaso en el mundo y por qué aquello que tan frecuentemente se da se tiene que buscar indirectamente.
Al principio de su Wintermärchen, Heinrich Reine ha apelado a este argumento de la generosidad. Puso la «antigua canción de la resignación», que los dominadores dejaban cantar a la plebe estú­pida, en su lugar dentro del sistema de la opresión.

Conozco la melodía, conozca el texto.
 Conozco también a los señores autores.
Sé que en secreto beben vino
y en público predican el agua.

Aquí están reunidos los motivos: la «critica del texto», el argumento ad hominem, la refinada superación del refinamiento; lo que queda más allá de esto es el cambio entusiasta del programa elitistamente cínico-señorial hacia la chanson popular

Aquí abajo crece pan suficiente
para todo hijo de hombre.
Y no son menos las rosas y los mirtos,
la belleza, el placer y los guisantes.

¡Sí, guisantes para cualquiera
tan pronto las vainas revienten!
Dejemos el cielo
para los ángeles y los gorriones.

En el universalismo poético de Heine aparece la respuesta ade­cuada de la Ilustración clásica al cristianismo: ella toma el saber por la palabra en vez de dejarlo a las ambigüedades de la fe. La Ilustración sorprende a la religión al tomarla, en lo referente al ethos, más en serio de lo que ella hace consigo misma. Por eso, las consignas de la Revolución francesa al comienzo de la modernidad fulgen co­mo la más cristiana supresión del cristianismo. Lo insuperablemen­te razonable y lo adecuadamente humano en las grandes religiones es lo que hace que éstas, de sus núcleos renascibles, avancen sin pausa. Y tan pronto notan esto, todas las formas de la crítica de la supresión se ven obligadas a la circunspección frente a los fenómenos religiosos. Las psicologías profundas pusieron en claro que no sólo en las representaciones desiderativas de tipo religioso está ac­tuando la ilusión, sino también en el «no» a las religiones. La religión podría clasificarse entre aquellas «ilusiones» que tienen un futuro junto a la Ilustración, ya que ninguna mera crítica negativa y ningún desengaño les hace justicia. Quizá sea la religión realmente una «psicosis ontológica» incurable (Ricœur), y las furias de la crítica de la eliminación tienen que estar hartas del eterno retomo a lo eliminado.



Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).

23.2.11

Sea lo que sea que pase, eso debe pasar ¡Lógico!: Logic A very short introduction.

6. Necesidad y Posibilidad: ¿Lo Que Será Debe Ser?

A menudo afirmamos no sólo que algo es así, sino que algo debe ser así. Decimos: “Debe ser que llueva”, “No puede fallar que llueva”, “Necesariamente, va a llover”. También tenemos varias formas de decir que aunque algo pudiera no ser el caso, este podría serlo. 

Decimos, “Puede ser que llueva mañana”, “Es posible que llueva mañana”, “No es imposible que llueva mañana”. Si a es cualquier sentencia, los lógicos, usualmente escriben la afirmación de que a debe ser verdadera, como ◻a, y la afirmación de que a puede ser verdadera como ◊a.

◻ y ◊ son llamados operadores modales, dado que expresan los modos en los cuales las cosas son verdaderas o falsas (necesariamente, posiblemente). Los dos operadores están, de hecho, conectados. Decir de algo que debe ser el caso es decir que no es posible que ello no sea el caso. Esto es, ◻a significa lo mismo que ¬◊¬a. Similarmente, decir que es posible, para algo, ser el caso, es decir que no es necesariamente el caso que este sea falso. Esto es, ◊a significa lo mismo que ¬◻¬a. Por añadidura, podemos expresar, indiferentemente, el hecho de que es imposible que a sea verdadera, como ¬◊a (no es posible que a), o como ◻¬a (a es necesariamente falsa).

Al contrario de los operadores que conocemos hasta ahora, ◻ y ◊ no son funciones de verdad. Como vimos en el capítulo 2, una vez que se conoce el valor de verdad de a, de ello se desprende el valor de verdad de ¬a. Similarmente, cuando se conocen los valores de verdad de a y b, de ello se desprenden los valores de verdad de ab y ab. Pero no se puede inferir, simplemente, el valor de verdad de ◊a del conocimiento del valor de verdad de a. Por ejemplo, sea l la sentencia “Mañana me levantaré antes de las 7 a.m.”, l es falsa, en realidad. Pero, ciertamente, pudiera ser verdadera: podría poner mi despertador y levantarme más temprano. Por ello, ◊l es verdadera. En contraste, sea s la sentencia “Saltaré de la cama y flotaré 2 metros por encima del suelo”. Como l, ella también es falsa. Pero al contrario de l, ni siquiera es posible que sea verdadera. Ello violaría la ley de la gravedad. Por ello ◊s es falsa. Así que el valor de verdad de una sentencia, a, no determina aquel de ◊a: tanto l como s son falsas, pero ◊l es verdadera y ◊s es falsa. Similarmente, el valor de verdad de a no determina el valor de verdad de ◻a. Ahora, sea l la sentencia “Mañana me levantaré antes de las 8 a.m.”. Esto es verdadero, de hecho; pero no es necesariamente verdadero. Podría quedarme en la cama. Ahora sea s la sentencia “Si mañana en la mañana salto de la cama, me habré movido”. Ello también es verdadero, pero no hay modo de que ello pudiera ser falso. Ello es necesariamente verdadero. Por ello, l y s son verdaderas, pero una es necesariamente verdadera y la otra no.

Por tanto, los operadores modales son de un tipo muy diferente a cualquiera que hayamos visto hasta ahora. También son operadores muy importantes y a menudo desconcertantes. Para ilustrarlo, he aquí uno de los argumentos del fatalismo, dado por el otro de los dos filósofos más importantes de la antigua Grecia: Aristóteles.

El fatalismo es la creencia en que sea lo que sea que pase, ello debe haber pasado: ello no podía haber sido evitado. Cuando un ocurre un accidente, o muere una persona, no habría algo que se pudiera hacer para prevenirlo. El fatalismo es una perspectiva que les ha resultado atractiva a algunos. Cuando algo va mal, hay una cierta cantidad de confort derivado del pensamiento de que no podía haber sido de otro modo. Sin embargo, el fatalismo implica que me vea impotente de alterar lo que sucede, y ello parece, claramente, falso. Si hoy me vi involucrado en un accidente de tráfico, lo pude haber evitado, simplemente tomando una ruta diferente. Así es que ¿Cuál es el argumento de Aristóteles? Dice algo así (por ahora ignoremos las negritas; ya volveremos a ello).


6. Aristóteles (384-322 a. C.), el fundador de la lógica formal.

Tómese cualquier afirmación, la que se quiera -digamos, a modo de ilustración, que mañana me veré involucrado en un accidente de tráfico. Ahora, de pronto no sabremos si ello es verdadero o no, pero sabemos que o me veré involucrado en un accidente o no lo haré. Supóngase lo primero. Entonces, en realidad, me veré involucrado en un accidente de tráfico. Y si decir que me veré envuelto en un accidente es verdadero entonces no puede fallar el caso de que me vea envuelto en ello. Esto es, que debe ser el caso que me vea envuelto en ello. Supóngase, por otro lado, que, en realidad, mañana no me veré involucrado en un accidente de tráfico. Entonces decir que no me veré envuelto en un accidente de tráfico es verdadero; y si esto es así, no puede fallar el caso de que no me vea envuelto en un accidente. Esto es, debe ser el caso que no me vea envuelto en un accidente. Entonces, cualquiera de esas dos cosas que me pasen, deben pasarme. Esto es el fatalismo.

¿Qué decir sobre ello? Para responder, observemos la comprensión moderna estándar de los operadores modales. Suponemos que cualquier situación, s, viene equipada con una cantidad de posibilidades, esto es, situaciones que son posibles en tanto s sucede –para ser definitivo, digamos que sean situaciones que puedan surgir sin violar las leyes de la física. Así, si s es la situación en la que me encuentro actualmente (yo estando en México), mi poder estar dentro de una semana en Argentina, es una situación posible; mientras que mi poder estar en Alpha Centauri (a más de cuatro años luz de aquí) no lo es. Siguiendo a Leibniz, el filósofo y lógico del siglo XVII, los lógicos llaman a menudo, vistosamente, mundos posibles a tales posibilidades. Ahora, decir que ◊a (posiblemente es el caso que a) es verdadero en s, es como decir que a es, de hecho, verdadera en al menos uno de los mundos posibles asociados a s. Y decir que ◻a (necesariamente es el caso que a) es verdadero en s, es como decir que a es verdadero en todos los mundos posibles asociados a s. Es por ello que ◻ y ◊ no son funciones de verdad. Como a y b pueden tener el mismo valor de verdad en s, digamos F, pero pueden tener diferentes valores de verdad en los mundos asociados a s. Por ejemplo, a puede ser verdadera en uno de ellos (en s’, digamos), pero b puedo no ser verdadera en ninguno, como aquí:

sa : Fb : F

Esta caracterización nos proporciona un modo de analizar las inferencias usando los operadores modales. Por ejemplo, considérese la inferencia:

a      b

        ◊(ab)

Ella es inválida. Para ver porqué, supóngase que las situaciones asociadas a s son s1 y s2, y sus valores de verdad son como sigue:

s: a : F, b : F

s1: a : V, b : F                    s2: a : F, b : V

a es V en s1; con ello, ◊a es verdadera en s. Similarmente, b es verdadera en s2; con ello ◊b es verdadera en s. Pero ab son verdaderas en mundos no asociados; con ello ◊ (ab) no es verdadera en s.


En contraste, la siguiente inferencia es válida:

a     ◻b

        ◻(ab)

Pues si las premisas son verdaderas en la situación s, entonces a y b son verdaderas en todos los mundos asociados a s. Pero entonces ab es verdadera en todos esos mundos. Esto es ◻(a b) es verdadera en s.

Antes de que podamos volver a la cuestión de cómo esto impacta el argumento de Aristóteles, necesitamos hablar brevemente sobre otro operador lógico que aún no conocemos. Escribamos “si a entonces b” como a b. Las sentencias con esta forma son llamadas condicionales, que serán tratadas a profundidad en el siguiente capítulo. Por ahora, todo lo que necesitamos notar es que la inferencia más importante en que los condicionales parecen estar implicados es esta:

         a    a b
b

Por ejemplo, “Si ella hace ejercicio regularmente entonces ella está en forma. Ella hace ejercicio regularmente; por ello ella está en forma”. Los lógicos modernos llaman usualmente a esta inferencia con el nombre con el que fue bautizada por los lógicos medievales: modus ponens. Literalmente, esto significa “el método de posicionamiento” (No pregunten por qué).

Ahora, para el argumento de Aristóteles, necesitamos pensar un poco sobre los condicionales de la forma:

si a entonces no puede fallar ser el caso que b

Tales sentencias son, de hecho, ambiguas. Una cosa que pueden significar es que si a, en realidad, es verdadera, entonces b es necesariamente verdadera. Esto es, si a es verdadera en una situación de la que  estamos hablando, s, entonces b es verdadera en todas las posibles situaciones asociadas a s. Podemos escribir esto como a → ◻b. La sentencia es usada de este modo cuando decimos cosas como: “No puedes cambiar el pasado. Si algo del pasado es verdadero, ahora no puede fallar en ser verdadero. No hay nada que hacer para cambiarlo: es irrevocable.”

El segundo significado de un condicional de la forma “si a entonces no puede fallar ser el caso que b”, es muy diferente. A menudo usamos esta forma de hablar para expresar el hecho de que b se sigue de a. Estaríamos usando sentencias como estas si dijéramos cosas como “Si Andy va a estar divorciado entonces no puede fallar el que esté casado”. No estamos diciendo que si Andy se va a divorciar, su matrimonio es irrevocable. Estamos diciendo que uno no se puede divorciar a menos de que esté casado. No hay situación posible en la cual se tenga una, pero no la otra. Esto es, en cualquier situación posible, si una es verdadera, también lo es la otra. Esto es, ◻(a b) es verdadera.

Ahora, a → ◻b y ◻(a b) significan cosas muy diferentes. Y, ciertamente, la primera no se sigue de la segunda. El mero hecho de que a b sea verdadera en cualquier situación asociada a s, no significa que a → ◻b sea verdadera en s. Podría ser que a fuera verdadera en s, en tanto que ◻b no lo fuera: tanto a y b podría fallar en ser verdaderas en algún mundo asociado. O para dar un contraejemplo concreto: es necesariamente verdadero que si Andy se está divorciando, él está casado; pero ciertamente no es verdadero que si Andy se está divorciando el está necesariamente (irrevocablemente) casado.

Para, por fin, volver al argumento de Aristóteles considérese la sentencia que puse en negritas: “Si es verdadero decir que me veré involucrado en un accidente entonces no puede fallar ser el caso de que me veré involucrado”. Esta es exactamente la forma de la que recién hemos estado hablando. Por lo tanto ella es ambigua. El argumento conlleva esta ambigüedad. Si a es la sentencia “Es verdadero decir que me veré involucrado en un accidente” y b es la sentencia  “Me veré involucrado (en un accidente de tráfico)”, entonces el condicional en negritas, es verdadero en este sentido:

1. ◻(a b)

Necesariamente, si es verdadero decir algo, entonces ese algo es de hecho el caso. Pero lo que necesita ser establecido es:

2. a → ◻b.

Después de todo, el siguiente paso del argumento es precisamente inferir  Nb a partir de a mediante el modus ponens. Pero como ya hemos visto, 2 no se sigue, para nada, de 1. Por tanto, el argumento de Aristóteles es inválido. Pero hay un argumento cercanamente relacionado que no puede ser solucionado tan fácil. Volvamos al ejemplo que hemos dado sobre cambiar el pasado. Parece ser verdad que si alguna afirmación sobre el pasado es verdadera, esta es necesariamente verdadera. Es imposible, ahora, que se convierta en falsa. La batalla de Hastings se peleó en 1066 y ahora no hay nada que uno pueda hacer para que haya sido peleada en 1067. Así, si p es alguna afirmación sobre el pasado, p → ◻p.

Ahora considérese alguna afirmación sobre el futuro. De nuevo, como ejemplo, que sea la afirmación de que mañana me veré involucrado en un accidente de tráfico. Supóngase que ello es verdadero. Entonces, si alguien afirmó esta sentencia hace 100 años, dijo la verdad. E incluso cuando de hecho nadie lo afirmara, si nadie lo hubiera afirmado, se hubiera dicho la verdad. Así, el que mañana me veré envuelto en  un accidente de tráfico fue verdadero desde hace 100 años. Esta sentencia (p) es, ciertamente, una afirmación sobre el pasado, y por ello, dado que es verdadera, es necesariamente verdadera (Np). 

Entonces debe ser necesariamente verdadero que mañana me veré envuelto en un accidente de tráfico. Pero eso fue sólo un ejemplo, el mismo razonamiento podría ser aplicado a cualquier cosa. Así, cualquier cosa que suceda, debe suceder. En este argumento del fatalismo no se comete la misma falacia (esto es, usar el mismo argumento inválido) que en el primer argumento dado. Entonces, después de todo ¿el fatalismo es verdadero?

Ideas principales del capítulo.

·         Cada situación viene con una colección asociada de situaciones posibles. 
·         a es verdadera en una situación, s, si a es verdadera en toda situación asociada a s
·         a es verdadera en una situación, s, si a es verdadera en alguna situación asociada a s.