MOTTO

Así que: “…se adquiere un campo, un pedazo de tierra, se da la vuelta a ese pedazo de tierra, en ese primer recorrido del nuevo pedazo de tierra no se lleva a nadie, se protege uno, sigue su camino, se traza un pequeño círculo, destruir, extinguirlo todo, hacer que no haya sucedido, a los curiosos su propia saliva en el rostro, nada de comunicaciones, nada de descubrimientos: éstos se hacen para comunicarlos: se ha llegado a un punto en que ya no se tienen puntos de referencia para trazar los límites: se levanta un alto muro, se construye cada vez más alto, se acelera el muro, se sacrifica casi todo por la construcción de ese muro, finalmente se sacrifica uno mismo, la idea; el muro se ha hecho tan alto que no se puede tener ya ninguna relación,…”...

Thomas Bernhard, In der Höhe. Rettungsversuch, Unsinn, 1959 (Sáenz, 1992).

3.2.11

Falsa Conciencia Ilustrada: Kritik der zynischen Vernunft, Primera Parte, 1.

1. El cinismo:
Ocaso de la falsa conciencia

Los tiempos son duros pero modernos.
Proverbio italiano

Y con todo no se veía a nadie que estuviera detrás de todo esto. Toda giraba continuamente alrededor de sí mismo. Los intereses variaban de hora en hora. En ninguna parte existía ya una meta… Los directivos perdían la cabeza. Se sentían totalmente agotados, esclerotizados... En el país todos empezaron a darse cuenta de que la cosa no funcionaba... La posposición de la duda indicó un camino...
Franz Jung, La conquista de la máquina, 1921

El malestar en la cultura ha adoptado una nueva cualidad: ahora se manifiesta como un cinismo universal y difuso. Ante él, la crítica tradicional de la ideología se queda sin saber qué hacer y no ve dónde habría que poner en la conciencia cínicamente lúcida el resorte para la Ilustración. El cinismo moderno se presenta como aquel estado de la conciencia que sigue a las ideologías naïf y a su ilustración. El agotamiento manifiesto de la crítica de la ideología tiene en él su base real. Esa crítica siguió siendo más ingenua que la conciencia que quería desenmascarar. En su bienintencionada racionalidad no participó en los cambios de la conciencia moderna hacia un realismo múltiple y astuto. La serie de formas de falsa conciencia que ha tenido lugar hasta ahora -mentira, error, ideología- está incompleta. La mentalidad actual obliga a añadir una cuarta estructura: el fenómeno cínico. Hablar de cinismo significa intentar penetrar en el antiguo edificio de la crítica de la ideología a través de un nuevo acceso.
Va contra el uso lingüístico designar el cinismo como un fenómeno universal y difuso; en la idea general que del cinismo se tiene, éste no es difuso sino perfilado, no es universal sino solitario y altamente individual. Estos adjetivos inusuales expresan algo de sus nuevas formas de manifestación, formas que lo hacen demoledor y, al mismo tiempo, intangible.
Ya la Antigüedad conocía al cínico (mejor, al quínico)* como un extravagante solitario y como un moralista provocador y testarudo. Diógenes en el tonel pasa por ser el patriarca del tipo. En el libro ilustrado de los caracteres sociales figura desde entonces como un espíritu burlón que produce distanciamiento, como un mordaz y malicioso individualista que pretende no necesitar de nadie ni ser querido por nadie, ya que, ante su mirada grosera y desenmascaradora, nadie sale indemne. A juzgar por su origen social, es una fi­gura urbana que logra su acabado en el ajetreo de la antigua me­trópoli. Se le podría considerar como la más temprana acuñación de la inteligencia desclasada y plebeya. Su rebelión «cínica» contra la arrogancia y los secretos morales del ajetreo de la civilización su­perior presupone la ciudad, sus éxitos y sus fracasos. Sólo en ella, co­mo en su perfil negativo, puede la figura del cínico, bajo la presión de las habladurías públicas y del amor-odio general, cristalizar en una agudeza completa. Y es la ciudad la única que puede aceptar al cínico, quien a su vez le da ostentosamente la espalda, en el grupo de sus tipos originales a los que se aferra su simpatía por las acuña­das individualidades urbanas.
El medio ambiente en el que se desarrolla el cinismo de la nue­va época se encuentra tanto en la cultura urbana como en la esfera cortesana. Ambas son la matriz de un realismo perverso del que los hombres aprenden la mordaz sonrisa de una inmoralidad abierta. Tanto en un caso como en otro, en cabezas cosmopolitas e inteli­gentes se va acumulando un saber mundano que se mueve elegan­temente entre hechos desnudos y fachadas convencionales. Desde lo más bajo, es decir, desde la inteligencia urbana y desclasada, y desde lo más alto, es decir, desde las cumbres de la conciencia política, llegan señales al pensamiento formal, señales que dan testimo­nio de una radical ironización de la ética y de las conveniencias sociales; algo así como si las leyes generales sólo existieran para los tontos, mientras que en los labios de los sapientes se esboza esa sonrisa fatalmente inteligente. Dicho de manen más exacta, son los po­derosos los que sonríen, mientras que los plebeyos quínicos dejan oír una carcajada satírica. En el amplio espacio del saber cínico los extremos se tocan: Eulenspiegel se encuentra con Richelieu, Ma­quiavelo con el sobrino de Rameau, los ruidosos condottieri del Re­nacimiento con los elegantes cínicos del rococó; empresarios sin escrúpulos con pasotas desilusionados, escaldados estrategas del sis­tema con objetores sin ideales.
Desde que la sociedad burguesa empezó a tender puentes entre el saber de los de arriba y el de los de abajo del todo, pretendiendo fundar íntegramente su imagen del mundo sobre el realismo, los extremos se van entrelazando cada vez más. Hoy día, el cínico apa­rece como un tipo de masas: un carácter social de tipo medio en la supraestructura elevada. Y es tipo de masa no sólo porque la avan­zada civilización industrial haya producido el tipo del individualista amargado como fenómeno de masas, sino que son las mismas ciu­dades las que se han convertido en difusos conglomerados que han perdido la capacidad de crear public characters aceptados general­mente. La presión hacia una individualización ha bajado en el moderno clima urbano y de «medios». De esta manera, el cínico mo­derno, tal y como se da, sobre todo desde la Primera Guerra Mun­dial, en cantidades masivas en Alemania, ha dejado de ser un mar­ginado. Pero aparece menos que nunca como tipo plásticamente desarrollado. El moderno cínico de masas pierde su mordacidad in­dividual y se ahorra el riesgo de la exposición pública. Hace ya lar­go tiempo que renunció a exponerse como un tipo original a la atención y a la burla de los demás. El hombre de la clara «mirada malvada» se ha sumergido en la masa: sólo el anonimato es el gran espacio de la discordancia cínica. El cínico moderno es un integra­do antisocial que rivaliza con cualquier hippy en la subliminal ca­rencia de ilusiones. Ni siquiera a él mismo su perversa y clara mira­da se le manifiesta como un defecto personal o como un capricho amoral del que debe responsabilizarse en privado. De una manera instintiva no entiende su manera de ser como algo que tenga que ver con el ser malvado, sino como una participación en un modo de ver colectivo y moderado por el realismo. Tal es, en general, la forma más extendida, entre gentes ilustradas, de comprobar que ellos no son los tontos. Incluso en ello parece existir algo sano, cosa a cu­yo favor está la voluntad de autoconservación. Se trata de personas que tienen claro que los tiempos de la ingenuidad han pasado.
Psicológicamente se puede comprender al cínico de la actuali­dad como un caso limite del melancólico, un melancólico que man­tiene bajo control sus síntomas depresivos y, hasta cierto punto, sigue siendo laboralmente capaz. Pues, en efecto, en el caso del moderno cinismo la capacidad de trabajo de sus portadores es un punto esen­cial... a pesar de todo y después de todo. Hace ya muchísimo tiem­po que al cinismo difuso le pertenecen los puestos claves de la so­ciedad, en las juntas directivas, en los parlamentos, en los consejos de administración, en la dirección de las empresas, en los lectorados, consultorios, facultades, cancillerías y redacciones. Una cierta amar­gura elegante matiza su actuación. Pues los cínicos no son tontos y más de una vez se dan cuenta, total y absolutamente, de la nada a la que todo conduce. Su aparato anímico se ha hecho, entre tanto, lo suficientemente elástico como para incorporar la duda permanen­te a su propio mecanismo como factor de supervivencia. Saben lo que hacen, pero lo hacen porque las presiones de las cosas y el instinto de autoconservación, a corto plazo, hablan el mismo lenguaje y les dicen que así tiene que ser. De lo contrario, otros lo harían en su lugar y, quizá, peor. De esta manera, el nuevo cinismo integrado tiene de sí mismo, y con harta frecuencia, el comprensible senti­miento de ser víctima y, al mismo tiempo, sacrificador. Bajo esa du­ra fachada que hábilmente participa en el juego, porta una gran cantidad de infelicidad y necesidad lacrimógena fácilmente vulne­rable. Hay en ello algo de pena por una «inocencia perdida», de sentimiento por un saber mejor contra el que se dirige toda actua­ción y todo trabajo.
Esto es lo que produce nuestra primera definición: cinismo es la falsa conciencia ilustrada*. Es la conciencia modernizada y desgracia­da, aquella en la que la Ilustración ha trabajado al mismo tiempo con éxito y en vano. Ha aprendido su lección sobre la Ilustración, pero ni la ha consumado ni puede siquiera consumarla. En buena posición y miserable al mismo tiempo, esta conciencia ya no se siente afectada por ninguna otra crítica de la ideología, su falsedad está reflexivamente amortiguada.
«Falsa conciencia ilustrada»: elegir tal formulación significa dirigir visiblemente un golpe contra la tradición ilustrada. La frase es, incluso, un cinismo en estado cristalino. Sin embargo, ésta preten­de una validez objetiva. El presente ensayo desarrolla su contenido y su necesidad. Desde un punto de vista lógico, se trata de una paradoja, pues ¿cómo podría ser una conciencia ilustrada y al mismo tiempo falsa? De eso es precisamente de lo que se trata.
Actuar contra un saber mejor es hoy día la situación global de la supraestructura. Se sabe desilusionada y, sin embargo, arrastrada por la «fuerza de las cosas». De esta manera aparece en la realidad como estado de cosas, lo que en la lógica pasa como paradoja y en la literatura como agudeza. Esto constituye un nuevo posiciona­miento de la conciencia frente a la «objetividad».
«Falsa conciencia ilustrada»: semejante formulación no preten­de ser entendida como una acuñación episódica, sino como tan in­dicio sistemático, como un modelo diagnóstico. De esta manera se obliga a una revisión de la Ilustración; hay que poner al descubierto su relación con aquello que la tradición llama «falsa conciencia» y, todavía más, hay que revisar la marcha de la Ilustración y el tra­bajo de la crítica de la ideología, en cuyo transcurso fue posible que la «falsa conciencia» reabsorbiera en sí misma la Ilustración. Si este ensayo tuviera alguna intencionalidad histórica, esta sería la de des­cribir la modernización de la falsa conciencia. Pero, en general, la intencionalidad de esta exposición no es histórica, sino fisonómica: se trata de la estructura de una conciencia reflexivamente desamortiguada. Me gustaría, no obstante, mostrar que esta estructura no es comprensible sin una localización dentro de la historia política de las reflexiones polémica*.
Sin sarcasmos no puede haber una relación sana de la Ilustración actual con su propia historia. Sólo tenemos la elección entre un pesimismo obligado por la «lealtad» a sus comienzos, pesimismo que evoca decadencia, y una jocosa falta de respeto a la continuación de sus tareas originales. Tal y como están las cosas, sólo sigue dándose una fidelidad a la Ilustración en la infidelidad. Esto es debido, en parte, a la posición de los herederos que miran hacia los tiempos «heroicos» y que ante los resultados se quedan, necesariamente, escépticos. En la categoría de heredero siempre está ac­tuando un cierto «cinismo de posición», lo que, por supuesto, es más que conocido por las historias de herencia de los patrimonios familiares. Sin embargo, solamente la posición de retrovisión no ex­plica el tono especial del cinismo moderno. El sentirse desilusiona­do de la Ilustración no es en absoluto una mera prueba de que los epígonos pueden y deben ser más críticos que los fundadores. El pe­culiar haut goût del cinismo moderno es de naturaleza fundamental, una constitución de conciencia enferma de Ilustración que, adver­tida por una experiencia histórica, no tolera los optimismos baratos. ¿Valores nuevos? No, gracias. Tras las esperanzas obstinadas se ex­tiende la falta de empuje de los egoísmos. En el nuevo cinismo está actuando una negatividad madura que apenas proporciona espe­ranza alguna, a lo sumo un poco de ironía y de compasión.
De lo que se trata en última instancia es de las fronteras sociales y existenciales de la Ilustración. Necesidades de supervivencia y de­seos de autoafirmación han humillado la conciencia ilustrada. Está enferma de la obligación de aceptar las situaciones anteriores, de las que duda, de manejarse con ellas y, finalmente, de preocuparse de los asuntos de las mismas.
Para sobrevivir hay que ir a la escuela de la realidad. Sin duda. El lenguaje de los bienintencionados lo llama hacerse adultos, y, efec­tivamente, algo de verdad hay en ello. Pero eso no es todo. Conti­nuamente intranquila y susceptible, esta conciencia cómplice se vuelve en busca de unas ingenuidades perdidas a las que no existe ninguna posibilidad de retorno, ya que las concienciaciones son irreversibles.
Gottfried Benn, él mismo uno de los destacados portavoces de la moderna estructura cínica, ha dado la formulación del siglo sobre el cinismo, lúcida y desvergonzada: «Ser tonto y tener trabajo, he ahí la felicidad». Sólo la inversión de la frase muestra su contenido completo: ser inteligente y, sin embargo, realizar su trabajo; tal es la con­ciencia infeliz en la forma modernizada y enferma de la Ilustración. No se puede ser de nuevo «tonto» y sencillo; tampoco se puede restablecer la inocencia. Ella se aferra a la creencia en la gravedad de las relaciones a las que la une su instinto de autoconservación. Si es así, entonces de acuerdo. Con 2.000 marcos netos al mes empieza calladamente la contra-ilustración, proponiendo que todo aquel que tenga algo que perder se las entienda en privado con su conciencia infeliz o la supraestructura con engagements.
 El nuevo cinismo, precisamente porque se vive como constitución privada que absorbe la situación mundial, no se hace notar de aquella manera llamativa que correspondería a su concepto. El nue­vo cinismo se rodea, como veremos a continuación*, de discreción, una palabra clave de la alienación encantadoramente matizada. El mimetismo autoconsciente que ha sacrificado una mayor clarividen­cia a las «necesidades» no ve ocasión alguna para desnudarse ofensiva y espectacularmente. Hay una desnudez que ya no actúa desen­mascarando y que no hace aparecer ninguna «realidad desnuda» y en cuyo ámbito uno podría situarse con sereno realismo. La disposi­ción neocínica para con lo dado tiene algo de queja y nada de soberanamente desnudo. Por ello, tampoco resulta muy fácil, desde un punto de vista metódico, hacer hablar al cinismo difuso y poco per­filado. Se ha retirado a una triste clarividencia que interioriza como una mácula su saber, que, por cierto, ya no sirve para nada. Los gran­des desfiles ofensivos de la insolencia cínica son cada vez más raros. Las disonancias han ocupado su lugar y para el sarcasmo le falta energía. Gehlen creía incluso que actualmente ni siquiera los ingle­ses podían ser mordaces, que las reservas del descontento se han agotado y se ha empezado a contar con las existencias. El tedio que se produce tras las ofensivas ya no abre tan ampliamente la boca co­mo para que con ello pudiera beneficiarse la Ilustración.
Ésta es una de las razones de por qué en la segunda parte de es­te libro se destaca, con cierta desproporción, «el material cínico» de la República de Weimar... al someter a debate sus más antiguos documentos. En la parte histórica fundamental titulada «El síndrome de Weimar» emprendo un ensayo de fisonomía de época. En él se trata de caracterizar un decenio cuyo primer heredero fue el fascis­mo y su segundo somos nosotros mismos.
Hablar de la República de Weimar todavía significa internarse en una autoexperiencia social. Por razones aducibles, la cultura de Weimar estaba dispuesta cínicamente como ninguna otra; ella ha producido una plétora de cinismos brillantemente articulados que pueden leerse como ejemplos de escuela. La cultura de Weimar siente más fuertemente el dolor de la modernización y expresa sus desilusiones más fría y agudamente de lo que pudiera hacerlo cual­quier otra de la actualidad. En ella encontramos formulaciones des­tacadas de la moderna conciencia infeliz, formulaciones candente­mente actuales, vigentes hasta el día de hoy y que quizá sólo hoy día son comprensibles en su validez más amplia.
Una crítica de la razón cínica quedaría en juego de abalorios académico si no persiguiera la interrelación existente entre el pro­blema de la supervivencia y el peligro del fascismo. Realmente, la cuestión de la «supervivencia» de la autoconservación y la autoafirmación, cuestión a la que todos los cinismos intentan aportar res­puestas, se toca con el problema central de la defensa de lo existente y de la planificación del futuro en los nuevos estados nacionales. Con diversos intentos trato de determinar el lugar lógico del fascismo ale­mán dentro del entramado del reflexivo cinismo moderno. Podemos ir anticipando que en él confluyen dinamismos, típicamente moder­nos, de temor a la descomposición psicocultural, autoafirmación re­gresiva y frialdad racional neoobjetivista con una corriente, desde antiguo venerada, de cinismo soldadesco que posee en el suelo ale­mán, y esencialmente en el prusiano, una tradición tan macabra co­mo bien arraigada.
Quizá estas reflexiones acerca del cinismo, en cuanto cuarta fi­gura de la falsa conciencia, ayuden a superar la perplejidad carac­terística de la crítica genuinamente filosófica con respecto a la así denominada ideología fascista. La filosofía en cuanto «especiali­dad» no posee una tesis propia acerca del «fascismo teórico», ya que éste, en el fondo, se le manifiesta como por debajo de toda crítica. La declaración de fascismo como nihilismo (Rauschning, entre otros) o como producto del «pensamiento totalitario» es muy amplia e imprecisa. Demasiado se ha acentuado, efectivamente, el carácter «impropio» y remedado de la ideología fascista. Y todo lo que le gus­taría «representar» en principios de contenido hace tiempo que ha caído en una crítica radical de las ciencias particulares: psicología, ciencia política, sociología, historiografía. Las manifestaciones pro­gramáticas del fascismo no sirven a la filosofía «ni siquiera» como ideología sustancial que se pueda tomar en serio y en la que una crí­tica reflexiva tuviera que reventarse trabajando. Pero aquí está el punto débil de la crítica. Ésta sigue fijada en enemigos «serios», y en esta ocupación descuida la tarea de comprender la muestra ideoló­gica de «sistemas» «poco serios» y fútiles. Por eso hasta hoy día la crítica no parece estar a la altura de esa mezcla de pensamiento y cinismo. Pero, dado que las cuestiones de la autoconservación social e individual se discuten precisamente en tales mezclas, hay buenas razones para preocuparse por su composición. Las cuestiones de la autoconservación deben tratarse en el mismo lenguaje en el que se tratan las cuestiones de la autoaniquilación. En ello parece actuar la misma lógica de la revocación de la moral. Yo la llamo lógica de la «estructura cínica», es decir, la autonegación de la ética de alta cul­tura. Su clarificación hará más claro a su vez lo que significaría elegir la vida.


Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).