2. Ilustración como diálogo:
Critica de la ideología como continuación con otros medios del diálogo fracasado
Quien se ponga a hablar de cinismo está mencionando las fronteras de la Ilustración. A este respecto, ocuparse de los puntos del cinismo weimariano, aparte de ofrecer la ventaja de la claridad, resulta, desde un punto de vista histórico-filosófico, rico en perspectivas. La República de Weimar está en el transcurso de la historia alemana no sólo como producto de un desarrollo retrasado del Estado nacional –bastante lastrado por la herencia guillermina, es decir, por el espíritu de una constitución estatal cínicamente antiliberal–, sino también como ejemplo de una «Ilustración malograda».
Con mucha frecuencia se ha expuesto por qué los precursores de la Ilustración republicana de aquel tiempo jamás pudieron ser otra cosa que una minoría desesperadamente bienintencionada de representantes de la razón frente a fuerzas contrarias casi invencibles: corrientes masivas de antiilustración y odio a la inteligencia; una falange de ideologías antidemocráticas y autoritarias que supieron organizarse operativamente desde un punto de vista propagandístico; un nacionalismo agresivo con rasgos de revanchismo: un caos de conservadurismos, no asumibles por la Ilustración, y de remolcados Biedermeier, de pequeñas religiones mesiánicas, orientaciones de cuño apocalíptico y recusaciones tan realistas como psicopatológicas contra las exigencias de una modernidad poco acogedora. Las heridas de la Guerra Mundial se infectaban constantemente en la crisis inflacionista; además, prosperaba el nietzscheanismo como el más acuñado estilo de pensamiento del tedio germánico-narcisista y de relación ambiental, arrogante y «protestante» hacia una «mala realidad». En el clima de una crisis de excitación se formó una penetrante oscilación psicopolítica de miedo al futuro y de resentimiento, de pseudo-realismos inestables y soluciones anímicas provisionales. Si hay una época que requiera una psicopatología histórica, ésta es la que abarca el decenio y medio que va desde la caída del Imperio hasta el establecimiento del nacionalsocialismo.
Aquí la apariencia tiene que tener razón: quien en semejante sociedad quisiera practicar la Ilustración estaba en una posición perdida, en un puesto desesperado. Las fuerzas de la Ilustración estaban demasiado debilitadas por razones diversas. Nunca ha podido la Ilustración cerrar un pacto efectivo con los medios de comunicación social. Nunca la mayoría de edad fue un ideal de los monopolios industriales y de sus consorcios. ¿Cómo, si no?
Aparentemente, la Ilustración se rompe por la resistencia que ofrecen los poderes contrarios. Y sería erróneo considerarlo sólo como una cuestión de aritmética de poder, pues ella quiebra igualmente en la resistencia cualitativa que ofrece la conciencia opuesta. Ésta se defiende rabiosamente contra la invitación a la discusión, contra el diálogo, «que todo lo descompone», sobre la verdad. Incluso el mero hablar provoca su resentimiento, pues en él se ponen en juego puntos de vista habituales, valores y formas de la autoafirmación. La interpretación de esta resistencia como fundamento de ideología se ha convertido en un motivo central de la Ilustración.
Y no sólo en la modernidad ha tenido que vérselas la Ilustración con una conciencia contraria que se escuda progresivamente en posiciones impenetrables a la Ilustración. Básicamente, podemos remontar el frente a los días de la Inquisición. Si es verdad que el saber es poder, tal y como predica el movimiento de trabajadores, entonces también es verdad que no todo saber será bienvenido. Dado que en ninguna parte existen verdades que puedan alcanzarse sin lucha y dado que todo conocimiento tiene que elegir su lugar en el entramado de prepotencias y antipotencias, los medios para dar validez a los conocimientos parecen, incluso, más importantes que los conocimientos mismos. En la modernidad, la Ilustración se manifiesta como complejo táctico. La pretensión de que lo racional sea generalizable entra en la resaca de la política, de la pedagogía, de la propaganda. Con ello, la Ilustración suprime conscientemente el áspero realismo de las doctrinas antiguas de la sabiduría, para la que la cuestión de si la masa era necia y de si sólo unos pocos tenían la razón de su parte ni siquiera se planteaba. El moderno elitismo tiene que abrirse democráticamente.
No es nuestro deber desplegar históricamente el oscurecimiento de la Ilustración. Sabemos que ésta, a pesar de las numerosas resistencias y contradicciones, durante los siglos XVIII y XIX y por lo que respecta a sus propios rendimientos y planes, ha sabido actuar, con el fermento de la autoduda preferentemente, de una forma productiva y aspirando progresivamente hacia delante. A pesar de todas las dificultades y contratiempos del desarrollo, se permitió creer que la ley del progreso estaba de su parte. Grandes nombres de la época están a favor de los grandes logros: Watt, Pasteur, Koch, Siemens. Sus prestaciones tal vez puedan rechazarse hoscamente, pero esto sería un gesto de humor, no de justicia. La prensa, el ferrocarril, la asistencia social, la penicilina, ¿quién podría discutir que estas innovaciones son dignas de consideración en el «jardín de lo humano»? Sin embargo, tras el horror técnico del siglo XX, desde Verdún hasta Gulag, desde Auschwitz hasta Hiroshima, la experiencia habla irónicamente a todos los optimismos. Tanto la conciencia histórica como el pesimismo parecen llegar a lo mismo. Y las catástrofes todavía no sucedidas que crujen en la estructura alimentan una duda omnipresente sobre la civilización. El tardío siglo XX anda a la deriva de un futurismo negativo. «Con lo peor ya hemos contado»..., ahora «sólo» hace falta que suceda.
Por lo pronto me gustaría limitar a un punto el tema de la ilustración insatisfecha*: a la cuestión de los medios de poder de la Ilustración cuando tiene ante sí una conciencia opuesta. Sin embargo, preguntarse por los «medios de poder» es en cierto modo incorrecto, ya que la Ilustración es ante todo un acuerdo libre, pues es ésta aquella «doctrina» que no quiere tener que agradecer su éxito a una presión no racional. Uno de sus polos es la razón; el otro, el diálogo libre de los que se esfuerzan en busca de la razón. Su núcleo metódico y su ideal moral al mismo tiempo es él consenso voluntario. Con ello se quiere decir que la conciencia contraria no se retira de su actual posición más que bajo la presión del argumento convincente.
Se trata de un acaecer sublimemente pacífico en el que, bajo el choque de razones plausibles, se despejan posiciones del pensar que se han hecho viejas e insostenibles. Con ello, la Ilustración porta en sí, si se me permite expresarlo de esta manera, una primigenia escena utópica, un pacífico idilio de teoría de conocimiento, una bonita y académica visión: la del libre diálogo de los que, sin sufrir coacción, están interesados en el conocimiento. Aquí vienen a coincidir, bajo las leyes de la razón, individuos ingenuos, no esclavizados por su propia conciencia, no presionados por ataduras sociales, en un diálogo encaminado a la verdad. La verdad que quieren difundir los ilustrados surge de la adhesión, lograda sin violencia, a unos razonamientos más fuertes. Sólo que el protagonista o descubridor de un pensamiento ilustrado cronológicamente ha dado este paso antes, si bien sacrificando una opinión anterior.
Consiguientemente, el proceso de la ilustración tiene dos caras: el acceso a una posición mejor y el abandono de la opinión anterior. Con ello se da una ambivalencia sentimental: una ganancia y un dolor. La utopía del amoroso diálogo crítico prevé esta dificultad. El dolor se hace soportable a la conciencia al poder ser aceptado, colegial y voluntariamente, como precio de la colectividad. El «perdedor» se puede considerar como el auténtico ganador. De esta manera, el diálogo ilustrado no es en esencia otra cosa que un círculo de trabajo de opiniones y un diálogo investigador entre personas que se colocan a priori bajo una regla de paz, ya que sólo pueden salir del encuentro como ganadores, como ganadores de conocimientos y de solidaridad. Por ello, al hecho de separarse de la opinión anterior no se le da tanta importancia.
Como ya se ha dicho, un idilio académico y, al mismo tiempo, la idea regulativa de toda Ilustración que no quiere perder de vista la reconciliación. El que la realidad parezca de otra forma no sorprendería a nadie. En las confrontaciones de la Ilustración con posiciones de conciencia precedentes se trata de todo menos de la verdad: de posiciones de prepotencia, de intereses de clase, de posiciones de escuela, de proposiciones desiderativas, de pasiones y de la defensa de identidades. Estos supuestos conforman el diálogo ilustrado tan fuertemente que sería razonable hablar de una guerra de las conciencias más que de un diálogo pacífico. Los enemigos no están sometidos a un convenio de paz anteriormente fijado. Más bien están en una situación en la que prima un estado de competencia por el desplazamiento y la aniquilación; y no están libres, por lo que respecta a su relación, los poderes que sólo así y no de otra manera hacen hablar a su conciencia.
Frente a estos hechos realistas, el modelo de diálogo se comporta, a ciencia y conciencia, de una manera no realista. Sólo condicionadamente hace valer la archipragmática frase primum vivere, deinde philosophare, pues sabe de sobra que constantemente se dan situaciones en las que el «filosofar» es lo único que ayuda a seguir viviendo.
Resulta natural burlarse del «antirrealismo metódico» de la idea del diálogo. Y una parte de este libro intenta, en efecto, hacer justicia a esa carcajada sobre toda forma de idealismo necio, pero cuando hayan sido recogidas todas las contradicciones se volverá a ese comienzo, seguramente con una conciencia que ha atravesado los infiernos del realismo. Conservar intacta la saludable ficción del diálogo libre es la última tarea de la filosofía.
Lógicamente, es la Ilustración misma la primera en darse cuenta de que sólo con un diálogo verbal y racional no se «impone». Nadie puede sentir más intensamente que ella el estancamiento, los descompuestos presupuestos de la vida, las interrupciones, el fracaso del diálogo. En el comienzo de la crítica de la ideología también hay, por supuesto, un asombro ante la sordera del contrario, un asombro que rápidamente pasa a un despertar realista. Quien no quiere oír se lo hace sentir a los otros. La Ilustración recuenta la facilidad con que el lenguaje abierto puede llevar a un campo de concentración o a la cárcel. Las prepotencias* no pueden hablar fácilmente consigo mismas y no se sientan voluntariamente con su oponente a una mesa: mejor si éstos están entre rejas. Pero ni siquiera la tradición -si se me permite hablar de ella tan alegóricamente- siente primeramente un interés por otorgar a los ilustrados el derecho de intervención. Desde tiempos inmemoriales todo el sentir humano consideraba lo antiguo como lo verdadero y lo nuevo siempre como sospechoso. Este «arcaico» sentimiento de verdad tuvo que ser arrollado por la Ilustración antes de que pudiera manifestarse como verdadero lo nuevo. Antiguamente se consideraba natural que las prepotencias políticas y espirituales estuvieran unidas en un frente conservador y de espaldas a toda innovación. Allí donde tenían lugar reformas espirituales, y me refiero sobre todo a los movimientos monacales de la Edad Media y a las revoluciones religiosas del siglo XVI éstas se comprendían como «revoluciones conservadoras» que obedecían a un impulso de regreso a los orígenes. No en balde, las cabezas humanas siempre demasiado llenas forman, según las prepotencias y las tradiciones, una tercera instancia que no atiende con mucho gusto al espíritu de una innovación ilustrada. Salen al encuentro de la Ilustración con la resistencia de costumbres perezosas y opiniones probadas que mantienen ocupado el espacio de la conciencia y solamente en ocasiones de excepción pueden ser obligadas a escuchar otra razón distinta de la tradicional. Sin embargo, el recipiente del saber no puede ser llenado hasta arriba dos veces. La crítica ilustrada reconoce en todo «lo que ya está» en las cabezas su ancestral enemigo interior. Le da un nombre despreciable: prejuicios.
La triple polémica de la crítica del poder, de la lucha contra la tradición y del asalto contra los prejuicios forma parte del cuadro habitual de la Ilustración. Los tres significan luchas con contrarios que no están dispuestos al diálogo. Con ellos, la Ilustración quiere hablar de cosas sobre las que prepotencias y tradiciones prefieren callar: razón, justicia, igualdad, libertad, verdad, investigación. En el silencio, el statu quo sigue estando más seguro. En la conversación se persigue un futuro incierto. La Ilustración asiste a ese diálogo con las manos casi vacías, con la quebradiza oferta del libre acuerdo en un argumento mejor. Si se pudiera imponer a la fuerza no sería Ilustración, sino variación dentro de la conciencia no libre. Es cierto: en sus posiciones, los nombres están colgados, por regla general, de motivos que ni por asomo son «racionales». ¿Qué podemos hacer?
La Ilustración ha intentado sacar el mayor provecho de esta situación. Y dado que a ella no se le regaló nada, ha desarrollado casi desde el principio y junto a esta invitación pacífica al diálogo una segunda actitud beligerante. Ella es golpeada, así que devuelve el golpe. Muchos, intercambios de golpes son ya tan antiguos que sería absurdo preguntar quién ha empezado. La historia de la crítica de la ideología significa mayormente la historia de este segundo gesto guerrero, la historia de un enorme devolver el golpe. Tal crítica -en cuanto teoría de la lucha- sirve a la Ilustración en dos sentidos: como arma contra una conciencia endurecida, conservadora y satisfecha de sí misma y como instrumento de ejercicio y autoestabilización. El no del contrario a un diálogo de Ilustración logra una realidad tan poderosa que se convierte en un problema teórico. Quien prefiere no participar en la Ilustración debe tener sus motivos y probablemente serán distintos de los que aduce. La resistencia se convierte a su vez en tema de la Ilustración. De esta manera, el contrario se constituye en un «caso», su conciencia en un objeto. Puesto que no quiere hablar con nosotros, habrá que hablar con él. Pero como en toda posición beligerante, a partir de aquí el contrario no es pensado como un Yo, sino como aparato en el que, a veces al descubierto, a veces encubiertamente, trabaja un mecanismo de resistencia que le hace no libre y culpable de errores e ilusiones.
La crítica de la ideología significa la continuación polémica con otros medios del diálogo fracasado. Ella declara la guerra de conciencia incluso allí donde todavía se manifiesta tan grave y «apolémica». Y de acuerdo con la cosa misma, la regla de la paz está fuera de vigencia. Aquí se pone de manifiesto que no hay ninguna intersubjetividad que no sea igualmente una interobjetividad. En el golpear y el ser golpeado ambos partidos se convierten recíprocamente en objetos subjetivos.
Considerada en sentido estricto, la crítica de la ideología no quiere sólo «golpear», sino también operar de un modo preciso, tanto en el sentido quirúrgico como en el militar: caer sobre los flancos del enemigo, descubrirle. desenmascarar sus intenciones. Desenmascaramiento no significa otra cosa que poner a la luz del día el mecanismo de la «falsa conciencia», de la conciencia esclava.
Por principio, la Ilustración sólo conoce dos motivos de falsedad: equivocación y voluntad perversa. En todo caso, esta última puede poseer categoría de sujeto, pues sólo cuando el contrario miente conscientemente posee la «falsa opinión» un Yo. Cuando se le desliza un error, entonces la falsa opinión no se apoya en un Yo, sino en un mecanismo que falsea la verdadera. Sólo la mentira mantiene su propia responsabilidad, mientras que el error, dado que es mecánico, sigue estando en una «inocencia» relativa. Pero rápidamente el error se diversifica y da lugar a dos fenómenos diferentes: el simple error que se fundamenta en engaños lógicos o sensoriales fácilmente corregibles hasta cierto punto, y el error adherido a los propios fundamentos de vida, obstinado y sistemático y que, en este caso, se denomina ideología. Así aparece la clásica serie de formas de la falsa conciencia: mentira, error, ideología.
Toda lucha lleva necesariamente a una cosificación recíproca de los sujetos. Dado que la Ilustración no puede renunciar a su pretensión de hacer valer su mejor saber frente a una conciencia que se bloquea, no tiene más remedio que operar» tras la conciencia del enemigo. De ahí que la crítica de la ideología adquiera un rasgo cruel que no quiere ser otra cosa, en caso de que se reconozca como cruel, que la reacción a las crueldades de la «ideología». Y aquí, más que en ningún otro aspecto, queda de manifiesto que la crítica «filosófica» es heredera de una gran tradición satírica en la que el motivo del desenmascaramiento, de la exposición pública, del mostrar al desnudo, se ha llevado siempre como arma. Pero la moderna crítica de la ideología se ha desprendido funestamente –tal es nuestra tesis– de las poderosas tradiciones de la risa, del saber satírico que arraiga filosóficamente en el antiguo quinismo. La crítica de la ideología más reciente aparece ya con la peluca de gravedad e incluso se ha puesto traje y corbata en el marxismo y. sobre todo, en el psicoanálisis, para que no se le pueda reprochar falta de respetabilidad burguesa. Ha tachado de su vida la sátira para lograr su lugar en los libros como «teoría». De la forma viva de la polémica más encendida se ha retirado a las posiciones de una fría lucha de conciencia. Heinrich Heine fue uno de los últimos autores de la Ilustración clásica que defendieron en la sátira abierta literalmente el derecho de la crítica de la ideología a una «crueldad justa», con el resultado de que la opinión pública no le siguió en esto. El aburguesamiento de la sátira hasta convertirse en una crítica de la ideología era tan imparable como el aburguesamiento de la sociedad y de sus oposiciones.
La crítica de la ideología se ha hecho seria e imita en su actuar el procedimiento quirúrgico: abrir al paciente, debidamente desinfectado, con el escalpelo crítico para después operarlo. A la vista de todos, se disecciona al enemigo hasta que la mecánica de su error sale a la luz. De un modo escrupulosamente limpio, la epidermis del ofuscamiento y los cordones nerviosos de los motivos «reales» son separados y disecados. Ciertamente, a partir de ahí, la ilustración ha dejado de estar satisfecha, aunque con su insistencia en las propias reivindicaciones está mejor armada para un futuro lejano. En la crítica de la ideología ya no se trata de atraer al propio bando al enemigo viviseccionado; el interés se centra en su «cadáver», sobre el preparado crítico de sus ideas, que están en las bibliotecas de los ilustrados y en las que sin gran esfuerzo se puede deducir su falsedad. Es obvio que con ello no nos acercamos al enemigo ni un paso. Quien previamente no quiso aceptar la ilustración, tanto menos querrá hacerlo cuando es descuartizado y desenmascarado por el contrario. Obviamente, desde el punto de vista lógico-lúdico, el ilustrado obtendrá al menos una victoria: a la larga o a la corta hará hablar apologéticamente al enemigo.
Irritado por el ataque y el «desenmascaramiento», el antiilustrado empezará un día a ejercer por su parte «ilustración» sobre los ilustrados para difamarlos humanamente y confinarlos socialmente a la vecindad de los delincuentes. La mayoría de las veces los llamará «elementos». El término está involuntariamente bien escogido..., pues no es muy inteligente pretender luchar contra los elementos. No se podrá evitar que alguna vez las prepotencias empiecen a irse de la lengua en sus anticríticas. Es entonces cuando, cada vez más irritados, descubren algo de sus secretos; los ideales de alta cultura generalmente reconocidos son con ello sagazmente anulados. Y en esta necesidad de confesión por parte de las prepotencias reducidas a la inseguridad estriba, como demostraremos, una de las raíces de a estructura cínica.
Por su parte, «la ilustración insatisfecha» se ha atrincherado, nolens volens, en este frente. Amenazada por la propia fatiga e infectada de la necesidad de seriedad, a menudo se contenta con haber arrancado a su enemigo confesiones involuntarias. Efectivamente, con el tiempo, el ojo experimentado descifrará por doquier «confesiones», e incluso, si la prepotencia dispara en vez de negociar, no será difícil interpretar los proyectiles como manifestación de una debilidad fundamental. Así se manifiestan los poderes a los que ya nada más se les ocurre, aquellos que para mantenerse no se aferran a ninguna otra cosa más que a sus nervios de acero, y los ejecutivos.
Este argumentar por la espalda y a través de la cabeza del contrario ha hecho escuela en la crítica moderna. El gesto de desenmascaramiento marca el estilo de argumentación de la crítica de la ideología, desde la crítica de la religión en el siglo XVIII hasta la crítica del fascismo en el XX. Por todas partes se descubren mecanismos extrarracionales del pensar: intereses, pasiones, fijaciones, ilusiones. Esto ayuda un poco a atenuar la escandalosa contradicción existente entre la postulada unidad de la verdad y la pluralidad real de las opiniones... cuando ya no se la puede suprimir. Bajo estos presupuestos resultaría cierta aquella teoría que mejor fundamente sus propias tesis y sepa excluir crítica e ideológicamente todas las esenciales y contumaces posiciones contrarias. En este punto, el marxismo oficial está poseído, como fácilmente se admite, de la máxima ambición, dado que pone la mejor parte de su energía teórica en el propósito de vencer todas las teorías no marxistas y desenmascararlas como «ideologías burguesas». Sólo así, por medio de un permanente desprecio, los ideólogos logran de alguna manera vivir con la pluralidad de las ideologías. De hecho, la crítica de la ideología supone el intento de construir una jerarquía entre teoría desenmascaradora y desenmascarada: en la guerra de las conciencias, la cuestión gira alrededor de posiciones superiores, es decir, de la síntesis de reivindicaciones de poder y de opiniones más sagaces.
Puesto que en el negocio crítico -y en contra de costumbres académicas- se lucha sin vacilaciones también con argumentos ad hominem, las universidades se han mantenido prudentemente reservadas frente al procedimiento crítico-ideológico. Pues, dentro de la «comunidad académica», el ataque por el flanco, el argumentum ad persona, debe evitarse. La crítica seria busca al enemigo en la mejor forma; se siente orgullosa cuando supera a sus rivales en el armamento pleno de su racionalidad. El colegio de eruditos ha intentado defender, en la medida de lo posible, su integridad frente a la lucha cuerpo a cuerpo. No desenmascaréis si no queréis ser desenmascarados, tal podría ser la formulación de esta regla no explicitada. No en vano, los grandes representantes de la crítica -los moralistas franceses, los enciclopedistas, los socialistas, hombres como Heine, Marx, Nietzsche y Freud- han seguido siendo los grandes marginados en la república de la erudición. En todos ellos actúa un componente satírico, polémico, que a duras penas logra esconderse completamente tras la máscara de la seriedad científica. Son estas señales de santa jovialidad, jovialidad que sigue siendo uno de los índices seguros de la verdad, las que queremos utilizar como guías en nuestra crítica de la razón cínica. Un compagnon de route seguramente inseguro lo encontramos en Heinrich Heine, quien nos ha ofrecido la pieza maestra, hasta ahora no superada, de la unión de teoría y sátira, conocimiento y diversión. Siguiendo sus huellas, intentaremos unir de nuevo las capacidades de verdad de la literatura, de la sátira y del arte con las del «discurso científico».
Incluso el más rígido absolutista de la razón, J. G. Fichte, en quien Heine, muy acertadamente, veía un paralelo con Napoleón, ha reconocido indirectamente el derecho de la crítica de la ideología a argumentar ad hominem, cuando dijo que la filosofía que se eligiera dependía de la clase de hombre que se fuera. Esta crítica se clava misericordiosamente alegre o cruelmente seria en los condicionamientos humanos del pensar. Coge el error por la espalda y lo arranca de sus raíces de vida práctica. Este proceder no es precisamente modesto, pero su falta de modestia se disculpa con el principio de la unidad de la verdad. Lo que el principio de vivisección saca a la luz del día es el chasco perpetuo de las ideas ante los intereses que las basan: humano, demasiado humano, egoísmos, privilegios de clase, resentimientos, obsesiones de las prepotencias. En tal penetración luminosa, el sujeto contrario aparece socavado tanto psicológica como sociológica y políticamente. Por consiguiente, sólo podrá comprenderse su punto de vista cuando a su autorrepresentación se añada lo que en realidad todavía hay por debajo y por detrás. De esta manera, la crítica de la ideología llega a una exigencia en la que coincide con la hermenéutica: la de entender a un «autor» mejor de lo que él se entiende a sí mismo. Lo que en un primer momento puede parecer arrogante se puede justificar metódicamente. En efecto, el otro percibe a menudo en mí cosas que se escapan a mi conciencia... y viceversa. A su favor tiene la distancia que yo sólo posteriormente, a través del reflejo dialógico, puedo hacer fecunda. Esto presupondría, sin duda, el diálogo funcionante, diálogo que no tiene lugar precisamente en el proceso de la crítica de la ideología.
Sin embargo, una crítica de la ideología que no reconozca claramente su identidad satírica puede con facilidad dejar de ser un instrumento heurístico de la verdad y convertirse en un bizantinismo jurídico. Sólo que muy a menudo perturba la capacidad de diálogo en vez de abrirla a nuevos caminos. Esto aclara, prescindiendo del general efecto antiescolástico y antiintelectual, una parte del malestar actual de la crítica de la ideología.
Así sucede que una crítica de la ideología que se presenta como ciencia porque no se le permite ser sátira se enreda cada vez más en graves soluciones radicales. Una de ellas es su chocante tendencia a buscar refugio en la psicopatología. La falsa conciencia aparece en primen línea como conciencia enferma. Casi todos los trabajos importantes del siglo XX sobre el fenómeno de la ideología tiran de la misma cuerda, desde Sigmund Freud, pasando por Wilhelm Reich, hasta Ronald Laing y David Cooper, sin olvidar a Joseph Gabel, que ha llevado a su extremo esta analogización de ideología y esquizofrenia. Todas las actitudes que públicamente se proclaman a sí mismas como las más sanas, las más normales y las más naturales son sospechosas de enfermedad. El apoyo objetivamente bien fundado de la crítica en la psicopatología arriesga un distanciamiento cada vez más profundo del enemigo, a quien cosifica y hace perder realidad. Al final, el crítico de la ideología aparece ante la conciencia enemiga como uno de esos modernos patólogos altamente especializados que, en efecto, pueden decir de una manera precisa de qué clase de enfermedad se trata y que, sin embargo, no saben nada de terapias, ya que este asunto no entra dentro de su campo de acción. Tales críticos se interesan, al igual que muchos médicos corrompidos por la profesión, más por las enfermedades que por los pacientes.
La más deshumorada cosificación de la conciencia enemiga ha salido de la crítica de la ideología que se apoya en Marx; y con ello no me meto a dilucidar si esto es un uso correcto o más bien un abuso. La cosificación radical del enemigo fue en todo caso una consecuencia práctica del realismo político-económico que caracteriza la teoría marxista. Sin embargo, aquí entra en juego un motivo adicional: si todos los desenmascaramientos restantes reducen la falsa conciencia a oscuros momentos de la totalidad humana (mentira, maldad. egoísmo, suplantación, división, ilusión, pensar desiderativo, entre otros), entonces el desenmascaramiento marxista choca con lo no-subjetivo, con las leyes del proceso político-económico en conjunto. No se llega ni de lejos a las «debilidades humanas» cuando se critican ideologías desde un punto de vista político-económico. Más bien se choca con un mecanismo social, abstracto, en el que las personas individuales en cuanto miembros de clase poseen distintas funciones: como capitalista, como proletario, como funcionario intermedio, como peón teórico del sistema. Pero ni en la cabeza ni en los miembros del sistema reina la claridad sobre la naturaleza del conjunto. Cada uno de sus miembros está mistificado de una manera correspondiente a su posición. Incluso el capitalista, a pesar de su experiencia práctica con el capital, no encuentra ninguna imagen verdadera del contexto social, sino que sigue siendo un epifenómeno necesariamente engañado del proceso del capital.
Y aquí es donde brota un segundo retoño del cinismo moderno. Tan pronto como yo suponga, siguiendo una formulación marxista, una conciencia «necesariamente falsa», la espiral de cosificación continuará subiendo. Entonces, en las cabezas de los hombres estarían exactamente los mismos errores que tendrían que estar para que el sistema -ya en proceso de quiebra- pudiera funcionar. En la mirada del crítico marxista del sistema brilla una ironía condenada a priori al cinismo, pues admite que las ideologías que, consideradas desde un punto de vista exterior, son falsas conciencias, consideradas desde otro interior son totalmente correctas. Las ideologías aparecen sólo como los errores adecuados a las cabezas correspondientes: es «la falsa conciencia verdadera». Se percibe un eco de la definición de cinismo que hicimos en la primera consideración previa. La diferencia consiste en que el crítico marxista da a «la falsa conciencia verdadera» la oportunidad para ilustrarse o ser ilustrada... a través del marxismo. Así, piensa, se haría conciencia verdadera y no «falsa conciencia ilustrada», como enuncia la fórmula del cinismo. Desde un punto de vista teórico, la perspectiva de la emancipación sigue abierta. Toda teoría sociológica del sistema que trate funcionalmente la «verdad» -lo digo de antemano- oculta un poderoso potencial cínico. Y puesto que cada inteligencia contemporánea está incluida en el proceso de tales teorías sociológicas, se enreda irremisiblemente en el latente o abierto cinismo señorial de estas formas de pensamiento. El marxismo, considerado en su origen, conservó efectivamente una ambivalencia entre las perspectivas emancipatorias y las cosificantes. Teorías sistemáticas no marxistas de la sociedad hacen caer todavía la última sensibilidad. Unidas a corrientes neoconservadoras, decretan que los miembros productivos de la sociedad humana tienen que interiorizar, de una vez por todas, ciertas «ilusiones» correctas, ya que sin ellas nada funciona adecuadamente. La ingenuidad de los otros pretende ser planificada, capital fix being man himself siempre es una buena inversión atraer voluntades de trabajo ingenuo y da igual para qué fin. Los teóricos del sistema y los estrategas del mantenimiento están desde el principio por encima de la creencia ingenua. Sin embargo, para aquellos que deben creer en ello, vale el siguiente lema: «Basta de reflexión y valores sólidos».
Quien tenga preparados los medios para una reflexión liberadora e invite a servirse de ella se manifestará a los conservadores como un inútil, carente de conciencia y ávido de poder y a quien se puede imputar: «Que los otros hagan el trabajo». Ahora bien, ¿para quién?
Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).