3. Los ocho desenmascaramientos:
Revista de la crítica
A continuación voy a hacer un bosquejo de ocho casos de crítica ilustrada de la ideología y del desenmascaramiento, cuyos polémicos modos de proceder han hecho escuela. Se trata de las figuras que históricamente más éxito han tenido en el desenmascaramiento. Éxito que, por otra parte, no hay que interpretar en el sentido de que la crítica hubiera acabado «realmente» con lo criticado. Los efectos de la crítica son, por regla general, distintos de los proyectados. Las prepotencias sociales que pretenden sobrevivir se manifiestan a la defensiva como capaces de aprendizaje, cuando todo lo demás no les sirve de nada. Una historia social de la Ilustración tiene que consagrar su atención al proceso de aprendizaje de las prepotencias a la defensiva. El problema cardinal de la historia de la ideología son las acumulaciones de las «falsas conciencias», que, de nuevo, aprenden de sus críticos lo que son la sospecha y el desenmascaramiento, el cinismo y el «refinamiento».
Nuestra revista de la crítica muestra la Ilustración en marcha, en un alegre e imparable avance contra las antiguas y nuevas ilusiones. Sigue teniendo que demostrarse que la crítica no pueda hacer tabula rasa en la lucha con sus enemigos. Queremos observar cómo esporádicamente se forman en la misma crítica puntos de arranque de nuevos dogmatismos. La Ilustración no penetra en la conciencia social simplemente como portadora de luz carente de problemas. Allí donde ejerce su influencia aparece una penumbra, una profunda ambivalencia. La caracterizaremos como la atmósfera en la que tiene lugar la cristalización cínica en medio de un ovillo de autoconservación fáctica en una autonegación moral.
Heinrich Hoerle: Máscaras, 1929.
I. Crítica de la Revelación
¿Cómo: el milagro es sólo una falta de interpretación, una carencia filológica?
F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal
Para la civilización cristiana, la Sagrada Escritura conserva un valor extraordinario gracias a la idea de que se trata de una obra del dictado divino. El entendimiento humano tendría que someterse a él, al igual que los sentidos tendrían que adaptarse a la vista de un «milagro» que tuviera lugar ante los propios ojos. Arropada en las diferentes lenguas maternas, la -voz« de lo divino habla teológicamente desde el texto sagrado: el Espíritu Santo.
El libro se revela como «sagrado» en la medida en que es un texto arraigado en lo absoluto. Ninguna interpretación sería, por tanto, suficiente para agotar su plétora de sentido, sentido que se va renovando en cada una de las épocas humanas. La exégesis no sería otra cosa que el intento, tan vano como necesario, de llenar con este océano de significados la pequeña cuchara de nuestra comprensión. Sin embargo, todas las aclaraciones y aplicaciones seguirán siendo, en última instancia, meramente humanas y en vano sin la suposición de que el texto mismo está divinamente inspirado. Por lo pronto es esta creencia la que eleva la Sagrada Escritura a su posición única. Es, en una palabra, la creencia en la naturaleza revelada de la Biblia la que la convierte decididamente en un libro sagrado, creencia que se manifiesta lo más ingenua y radicalmente posible en la doctrina de la «inspiración verbal», según la cual el Espíritu Santo ha guiado inmediatamente la pluma de los escritores humanos sin dar ningún rodeo por la conciencia finita. En el comienzo de la teología hay una écriture automatique. Las «opiniones privadas» religiosas de un san Mateo o de un san Pablo serían en todo caso interesantes pero no obligatorias: seguirían siendo posiciones de conciencia agotables y humanamente limitadas. Sólo la hipótesis teológica, el sublimar la Biblia y hacerla voz del Espíritu Santo en el dictado a san Mateo o san Pablo, acerca el texto a la fuente del sentido ilimitado.
Ahora bien, con esta pretensión es con la que la Ilustración pretende aclarar las cosas. La Ilustración cuestiona, de una manera inocente y subversiva, las pruebas, las fuentes, los testimonios. Al principio asegura estar gustosamente dispuesta a creer con tal de encontrar
solamente una persona que la convenza. Pero pronto queda de manifiesto que los textos bíblicos, desde un punto de vista filológico, siguen siendo los únicos testigos de sí mismos. Su carácter de revelación, es su única pretensión, pretensión que la recepción puede creer o no. Y la Iglesia misma, que eleva este carácter de revelación a dogma, desempeña en ello el papel de una receptora.
Ya Lutero rechazó con radical biblicismo la pretensión eclesiástica de autoridad. Ahora bien, este rechazo se repite en un nivel alto con el biblicismo mismo. Pues el texto sigue siendo texto y toda afirmación de que está inspirado por Dios puede ser a su vez sólo una afirmación humana errónea. En todo intento de comprender la fuente absoluta, la crítica topa con fuentes históricas y relativas que sólo afirman lo absoluto. Los milagros de los que habla la Biblia para legitimar el poder de Dios son sólo informes prodigiosos para cuyo examen no hay ningún medio o camino. La pretensión de ser un libro revelado queda atrapada en un círculo filológico.
Lessing, en su defensa de los escritos de Reimarus de 1777 (Über den Beweis des Geistes und der Kraft), ha presentado de una manera clásica el desenmascaramiento de la pretensión de revelación en cuanto mera pretensión. La tesis principal dice así: «Las verdades casuales de la historia nunca llegarán a ser pruebas de verdades de razón necesarias». Las consecuencias:
Consiguientemente, si yo, desde un punto de vista histórico, no tengo nada que objetar en contra de que Cristo resucite a un muerto, ¿tengo por ello que aceptar como verdadero el que Dios tenga un hijo de igual naturaleza que él? ¿En qué relación está mi incapacidad de objetar algo fundamentado en contra de los testimonios de aquél con mi obligación de creer aquello contra lo que mi razón se subleva?
Si desde un punto de vista histórico no tengo nada que objetar en contra de que este Cristo haya resucitado de la muerte, ¿tengo por eso que dar como verdadero el que este mismo Cristo resucitado haya sido el Hijo de Dios?
El que Cristo, en contra de cuya resurrección yo no puedo objetar nada importante desde un punto de vista histórico, se haya hecho pasar por el Hijo de Dios porque sus discípulos le hayan tenido por tal, lo puedo creer de todo corazón, pues estas verdades, en cuanto verdades de una y la misma clase, se derivan de una manera totalmente natural la una de la otra.
Ahora bien, pasar, basándose en semejante verdad histórica, hacia otra clase totalmente distinta de verdades y exigir de mí que deba acomodar a ello todos mis conceptos morales y metafísicos; exigirme, ya que no puedo oponer a la resurrección de Cristo ningún testimonio digno de crédito, transformar según ello todas mis ideas fundamentales de la naturaleza divina, si esto no es una metábasis eis allo génos*, entonces no sé lo que Aristóteles ha podido entender bajo este concepto.
Obviamente, se responde que el mismísimo Cristo, del que tú debes admitir que resucitaba a los muertos y que él mismo ha resucitado de la muerte, es el que ha afirmado que Dios tiene un hijo de igual naturaleza y que ese hijo es él mismo.
Esto estaría bien si no fuera porque Cristo no ha dicho esto como si esto fuera históricamente cierto.
Y si se me quisiera todavía forzar más y decirme: «Por supuesto que es más que históricamente cierto, pues los autores sagrados inspirados por Dios no pueden equivocarse».
Entonces, por desgracia, es sólo históricamente cierto que estos autores estaban inspirados y no podían equivocarse.
Pero éste, éste precisamente es el amplio y pantanoso foso sobre el que no puedo pasar, por más veces que seriamente haya intentado el salto. Si alguien puede ayudarme, que lo haga. Se lo ruego, le conjuro. Dios se lo recompensaría.
Al saber humano se te obliga a retirarse a los límites de la historia, de la filología y de la lógica. Algo del dolor que produce esa retirada aparece en Lessing, quien nos asegura sinceramente que su corazón con gusto seguiría siendo tan creyente como se lo permitiera su razón. Con la pregunta: «¿Cómo se puede saber esto?», la Ilustración arranca al saber de la religión de un modo sumamente elegante, sin una agresividad especial, sus raíces. Ni con la mejor voluntad consigue la razón humana encontrar en los textos sagrados otra cosa que suposiciones históricas hechas por los hombres. Con una simple pregunta filológica queda aniquilada la pretensión de absolutidad de la tradición.
Por muy irresistible que pueda ser la crítica histórico-filológica de la Biblia, el absolutismo de la creencia de la religión organizada no quiere darse por enterado de que está suspendido según las reglas del arte. Él «sigue existiendo», simplemente, no como si esta suspensión y este desenmascaramiento nunca se hubieran dado; más bien como si de ello no hubiera que sacar ninguna consecuencia a no ser la de que se tiene que estudiar y excomulgar a los críticos. Sólo después de la crítica fundamental de la Edad Moderna, la teología se embarca decididamente en la nave de los locos de la así denominada fe y aparta continuamente de la orilla a la crítica literal. En el siglo XIX, las Iglesias dieron la señal para la fusión del irracionalismo poscritico con la reacción política. Como todas las instituciones poseídas por sus deseos de supervivencia, saben sobreponerse a la «supresión» de sus fundamentos. El concepto de la «existencia» huele a partir de ahora al hedor cadavérico del cristianismo, a la pervivencia podrida de lo criticado a pesar de la crítica*. Desde entonces los teólogos tienen con los críticos una comunidad adicional: el sentido de la autoconservación desnuda. Se han acomodado confortablemente en el tonel de un dogma agujereado hasta el día del juicio.
Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).