INTRODUCCIÓN
¡Toca el tambor y no temas
y besa a la barragana!
En esto consiste toda la ciencia.
Tal es el más profundo sentido de los libros.
Heinrich Heine, Doctrina
El gran defecto de las cabezas alemanas consiste en que no tienen ningún sentido para la ironía, el cinismo, lo grotesco, el deprecio y la burla.
Otto Flake, Deutsch-Französisches, 1912
Desde hace un siglo, la filosofía se está muriendo y no puede hacerlo porque todavía no ha cumplido su misión. Por esto, su atormentadora agonía tiene que prolongarse indefinidamente. Allí donde no pereció convirtiéndose en una mera administración de pensamientos, se arrastra en una agonía brillante en la que se le va ocurriendo todo aquello que olvidó decir a lo largo de su vida. En vista del fin próximo quisiera ser honrada y entregar su último secreto. Lo admite: los grandes temas no fueron sino huidas y verdades a medias. Todos estos vuelos de altura vanamente bellos –Dios, universo, teoría, praxis, sujeto, objeto, cuerpo, espíritu, sentido, la nada– no son nada. Sólo son sustantivos para gente joven, para marginados, clérigos, sociólogos.
«Palabras, palabras... sustitutivos. Sólo necesitan abrir las alas y milenios caen de su vuelos» (Gottfried Benn, Epilog und lyrisches Ich).
Ésta última filosofía, dispuesta a confesar, trata semejantes temas en la rúbrica histórica... junto con los pecados de juventud. Su tiempo ya ha pasado. En nuestro pensamiento no queda ni una chispa más del impulso de los conceptos y de los éxtasis del comprender. Nosotros somos ilustrados, estamos apáticos, ya no se habla de un amor a la sabiduría. Ya no hay ningún saber del que se pueda ser amigo (philos). Ante lo que sabemos no se nos ocurre amarlo, sino que nos preguntamos cómo nos acomodaremos a vivir con ello sin convertimos en estatuas de piedra.
Lo que aquí proponemos, bajo un título que alude a una gran tradición, es una meditación sobre la máxima «saber es poder»; precisamente la que en el siglo XIX se convirtió en el sepulturero de la filosofía. Ella resume la filosofía y es, al mismo tiempo, la primera confesión con la que empieza su agonía centenaria. Con ella termina la tradición de un saber que, como su nombre indica, era teoría erótica: amor a la verdad y verdad del amor. Del cadáver de la filosofía surgieron, en el siglo XIX, las modernas ciencias y las teorías del poder –en forma de ciencia política, de teoría de las luchas de clases, de tecnocracia, de vitalismo– que, en cada una de sus formas, estaban armadas hasta los dientes. «Saber es poder». Fue lo que puso el punto tras la inevitable politización del pensamiento. Quien pronuncia esta máxima dice por una parte la verdad. Pero al pronunciarla quiere conseguir algo más que la verdad: penetrar en el juego del poder.
En la época en que Nietzsche empezaba a sacar a la luz, de debajo de cada voluntad de saber, una voluntad de poder, la antigua socialdemocracia alemana llamaba a sus miembros a participar en la competencia por el poder que es saber. Allí donde las opiniones de Nietzsche querían ser «peligrosas», frías y sin ilusión, la socialdemocracia se manifestaba pragmática y mostraba una afición formativa de cuño Biedermeier*. Ambos hablaban de poder: Nietzsche, al socavar vitalistamente el idealismo burgués; los socialdemócratas, al intentar obtener una conexión, a través de la «formación», con las posibilidades de poder de la burguesía. Nietzsche enseñaba un realismo que tenía que facilitar a las futuras generaciones de burgueses y pequeño-burgueses la despedida de las patrañas idealistas que impedían la voluntad de poder; la socialdemocracia intentaba participar en un idealismo que hasta entonces había portado en sí mismo las esperanzas del poder. En Nietzsche, la burguesía podía ya estudiar los refinamientos y las inteligentes rudezas de una voluntad de poder carente de ideal, cuando el movimiento de trabajadores miraba todavía de reojo a un idealismo que se adecuaba mejor a su todavía ingenua voluntad de poder.
Hacia 1900, el ala radical de la izquierda había alcanzado el cinismo señorial de la derecha. La competición entre la conciencia cínicamente defensiva de los antiguos detentadores del poder y la utópicamente ofensiva de los nuevos creó el drama político-moral del siglo XX. En la carrera por la conciencia más dura de los duros hechos, Satán y Belcebú se impartían lecciones el uno al otro. Y de esta competencia de las conciencias surgió esa penumbra característica del presente: el acecho mutuo de las ideologías, la asimilación de loa contrarios, la modernización del engaño; en pocas palabras, esa situación que envió al filósofo al vacío y en la que el mendaz llama al mendaz mendaz.
Y nosotros percibimos una segunda actualidad de Nietzsche, una vez que la primera ola nietzscheana, la fascista, se ha calmado. De nuevo queda de manifiesto cómo la civilización occidental ha desgastado su atuendo cristiano. Después de decenios de reconstrucción y de uno de utopías y «alternativas» es como si se hubiera perdido de repente un impulso naïf. Se temen catástrofes, los nuevos valores, al igual que los analgésicos, experimentan una fuerte demanda. Con todo, la época es cínica y sabe que los nuevos valores tienen las piernas cortas. Interés, proximidad al ciudadano, aseguramiento de la paz, calidad de vida, conciencia de responsabilidad, conciencia ecologista... Algo no marcha bien. Se puede esperar. En el fondo, el cinismo espera agazapado a que pase esta ola de charlatanería y las cosas inicien su curso. Nuestra modernidad, carente de impulso, sabe, efectivamente, «pensar de manera histórica», pero hace tiempo que duda de vivir en una historia coherente. «No hay necesidad de Historia Universal».
El eterno retorno de lo idéntico, el pensamiento más subversivo de Nietzsche -desde un punto de vista cosmológico insostenible, pero desde un punto de vista morfológico-cultural fecundo- se encuentra con un nuevo avance de motivos cínicos que ya se habían desarrollado primeramente en la época imperial romana y, posteriormente, también en el Renacimiento, hasta convertirse en vida consciente. Lo idéntico son los aldabonazo de una vida orientada al placer que ha aprendido a contar con los acontecimientos. Estar dispuesto a todo nos hace invulnerablemente listos. Vivir a pesar de la historia, reducción existencial; proceso de integración en la sociedad «como si»; ironía contra política; desconfianza frente a los «bocetos». Una cultura neopagana que no cree en una vida después de la muerte tiene consiguientemente que buscarla antes de ésta.
La decisiva autodesignación de Nietzsche, a menudo pasada por alto, es la de «cínico». Con ello, él se convirtió, junto con Marx, en el pensador más influyente del siglo. En el «cinismo» de Nietzsche se presenta una relación modificada al acto de «decir la verdad»: es una relación de estrategia y de táctica, de sospecha y de desinhibición, de pragmatismo e instrumentalismo, todo ello en la maniobra de un yo político que piensa en primer y último término en sí mismo, que interiormente transige y exteriormente se acoraza.
El fuerte impulso antirracionalista en los países de Occidente reacciona frente a un estado espiritual en el que todo pensamiento se ha hecho estrategia; él testimonia una náusea frente a cierta forma de autoconservación. Es un sensible encogerse de hombros ante el gélido hálito de una realidad en la que saber es poder y poder, saber. Al escribir este libro he pensado en lectores, he deseado lectores que sientan de esta manera; a ellos el libro podría tener que decirles algo, pienso yo.
La antigua socialdemocracia había anunciado el lema «saber es poder» como una receta prácticamente racional. Y en ello no se lo pensó mucho. Se consideraba que había que aprender algo adecuado para, posteriormente, tenerlo más fácil. Una confianza pequeño-burguesa en la escuela era la que había dictado la frase. Esta confianza está hoy día en descomposición. Solamente entre nuestros jóvenes y cínicos estudiantes de medicina hay una línea nítida que lleva de la carrera al standard de vida. Casi todos los restantes viven con el riesgo de aprender para el vacío. Quien no busque el poder, tampoco querrá su saber, su equipamiento sapiencial, y quien rechaza a ambos ya no es, en secreto, ciudadano de esta civilización. Son numerosos los que ya no están dispuestas a creer que habría que «aprender algo» primeramente para, después, tenerlo un poco más fácil. En ellos, creo, crece una intuición de aquello que en el antiguo quinismo era certeza: el que primeramente hay que tenerlo más fácil para poder aprender algo racional. El proceso de integración en la sociedad a través de la escolarización, tal y como sucede en nuestro país, es un embobamiento a priori tras el cual aprender ya no tiene ninguna oportunidad más de que las cosas vuelvan a ser mejores alguna vez, la reversión de la relación de vida y aprendizaje está en el aire, es decir, el fin de la confianza en la educación, el fin de la escolástica europea. Esto es lo que les aterra en igual medida tanto a conservadores como a pragmáticos, tanto a voyeurs de la decadencia como a bienintencionados. En el fondo, ningún hombre cree que el aprender de hoy solucione «problemas de mañana»; más bien, es casi seguro que los provoca.
El neo-cínico Nietzsche,
pensador de la ambivalencia.
¿Por qué, pues, una Critica de lo razón cínica? ¿Qué disculpa puedo tener yo ante el reproche de haber escrito un grueso libro en unos tiempos en los que libros no tan voluminosos se sienten ya como una arrogancia? Distingamos como se debe entre ocasión, razón y motivo.
La ocasión:
Este año se cumplen los doscientos de la aparición de la Crítica de la Razón pura de Immanuel Kant. Un dato de trascendencia histórica, sin duda. Rara vez ha podido tener lugar un centenario que haya transcurrido tan áridamente como éste. Es una celebración sobria en la que los eruditos no salen del gremio. Seiscientos investigadores de Kant reunidos en Maguncia no es, por supuesto, ninguna sesión de carnaval, aunque, en todo caso, produce una infinita serpentina. De todas maneras, sería útil una fantasía: suponer qué pasaría si el celebrado apareciera personalmente entre los contemporáneos...
¿No son tristes las fiestas en las que los invitados esperan en secreto que el festejado se halle impedido porque aquellos que apelan a él se sentirían avergonzados en su presencia? ¿Cómo nos sentiríamos nosotros ante la mirada penetrantemente humana del filósofo?
¿Quién se atrevería a conceder a Kant una mirada perspectiva sobre la historia a partir del año 1795, año en el que el filósofo publicó su escrito La paz perpetua? ¿Quién tendría los nervios suficientes para informarle sobre el estado de la Ilustración, que él definía como la salida del hombre de su «minoría de edad autoculpable»?
¿Quién sería lo suficientemente frívolo para explicarle las tesis marxianas sobre Feuerbach? Fácilmente, imagino, el bello humor de Kant nos ayudaría a salir de nuestra estupefacción. Pues, efectivamente, él fue un hombre del tardío siglo XVIII, en el que ni siquiera los racionalistas eran tan estirados como muchos de hoy día que se hacen pasar por informales.
Apenas ha habido nadie que, ocupándose de Kant, no haya tratado el enigma de su fisonomía. Con el principio romano de mens sana in corpore sano no se comprende su apariencia. Si es cierto que el «espíritu» se busca el cuerpo correspondiente, entonces, en el caso de Kant, ha tenido que ser un espíritu que encontraba su placer en las ironías fisonómicas y las paradojas psicosomáticas, un espíritu que en un pequeño cuerpo seco ha escondido una gran alma: bajo la encorvada espalda, un andar erguido, y en un ánimo hipocondríacamente violentado, un humor social y suavemente cordial como para tomar el pelo a los posteriores adoradores de lo vital y de lo atlético.
El enigma fisonómico de Kant apenas se resolverá en su persona, más bien en su postura dentro de la historia del espíritu y de la reflexión. La época de la Ilustración hace avanzar la dialéctica de entendimiento y sensibilidad hasta el desgarro. A lo largo de la obra de Kant está presente la huella de semejantes tensiones. En el idioma de sus obras más importantes aparece la violencia que añade -por primera vez en una cabeza alemana- el proceso del pensar lo sensible. El que un poeta como Gottfried Benn, él mismo marcado por el espíritu del siglo de las ciencias naturales, pudiera contraatacar a semejante violencia, descalificando al filósofo como «violador del espíritu», muestra a las claras cómo el cinismo moderno, frente a la grandeza de antaño, es un suelo de resonancia de clarividencias concluyentes, de un conocimiento que tiende a la relación notoriamente quebrada de entendimiento y sensibilidad. Robert Musil, sin lugar a dudas un garante de la racionalidad incluso más allá de los límites en los que ésta se siente segura, ha captado la vivencia de una lectura de Kant en un asombroso capítulo de Las tribulaciones del estudiante Torless:
Efectivamente, aquella misma mañana, Törless se había comprado un ejemplar de la obra en la edición de Reclam* que había visto en casa de su profesor y aprovechó el primer recreo para comenzar con su lectura. Pero con tanta nota a pie de página y con tantos paréntesis no entendía ni una palabra, y por más que se esforzase en seguir minuciosamente con la vista cada una de las oraciones, tenía la sensación de que una vieja mano huesuda le sacaba, con movimientos de tornillo, el cerebro de la cabeza.
Cuando al cabo de media hora dejó, totalmente agotado, la lectura, se percató de que sólo había llegado a la página segunda y de que el sudor le corría por la frente.
Pero, a pesar de todo, apretó los dientes y consiguió leer una página más hasta que terminó el recreo.
Por la tarde ni siquiera se atrevía a acercarse al libro. ¿Miedo? ¿Repugnancia?... No sabría decirlo exactamente. Sólo una cosa tenía clara, una cosa que le atormentaba hasta abrasarle: que el profesor, aquel hombre que aparentaba tan poca cosa, tenía totalmente abierto el libro en su habitación, como si éste constituyera para él un pasatiempo cotidiano.
La suave empiria de este texto despierta la comprensión de dos cosas distintas: la fascinación del libro y el dolor que éste acarrea a jóvenes lectores de naturaleza sensible. ¿Acaso un contacto desprevenido con lo kantiano, es más, con el pensamiento filosófico no entraña el riesgo de exponer la joven conciencia a una senilización violenta y repentina? ¿Qué elementos de la juvenil voluntad del saber quedan integrados en una filosofía que marea con sus óseos atornillamientos? Aquello que nosotros precisamente queremos saber ¿se ha encontrado en el extremo superior del tornillo? ¿No estaremos quizá nosotros mismos tan retorcidos en la cabeza del tornillo que nos sintamos satisfechos con aquello que precisamente creemos saber? ¿Y qué puede significar el que hombres a los que el pensamiento kantiano les sirve como «pasatiempo cotidiano» parezcan «tan poca cosa»?, ¿significa esto que la filosofía ya ha cesada de marcar huellas en la vida y que la realidad es una cosa y la filosofía otra, desesperadamente distinta?
De la observación del estilo de los filósofos componemos cuadros fisonómicos en los que la razón ha ocultado aspectos de su propia esencia. «Ser racional» significa situarse en una peculiar relación, difícilmente feliz, con lo sensible. El «sé inteligente», traducido a la práctica, significa «no te fíes de tus impulsos, no obedezcas a tu cuerpo, aprende a dominarte»... comenzando por la propia sensibilidad. Sin embargo, entendimiento y sensibilidad son inseparables, la violenta exudación de Törless tras la lectura de dos hojas de la Crítica de la Razón pura encierra tanta verdad como todo el kantismo entero. La mutua operatividad entendida de physis y logos es filosofía y no lo que se dice. En un futuro próximo sólo un fisonomista podrá ser un filósofo que no miente. El pensamiento fisonómico ofrece una oportunidad para evadirse de ese ámbito de cabezas divididas y, por consiguiente, perversas. Proponer una nueva crítica de la razón significa también pensar en una fisonomía filosófica; esto no es, como en el caso de Adorno, «teoría estética», sino teoría de la conciencia con pelos y señales (y también dientes).
No hay ningún motivo para un escrito jubilar, tal y como están las cosas; más bien lo habría para un jubileo literario que, con esta ocasión y por simpatía con el autor, llegue por lo menos a un cuadernillo. «No quiero hablar de cómo están las cosas. Quiero mostrarte cómo surge la cuestión» (Erich Kästner).
La razón:
Si fuera verdad que es el malestar en la cultura lo que provoca la crítica, no habría ninguna época tan dispuesta a la crítica como la nuestra. Sin embargo, nunca fue tan fuerte la inclinación del impulso crítico a dejarse dominar por sordos estados de desaliento. La tensión entre aquello que pretende «ejercer crítica» y aquello que sería criticable es tan fuerte que nuestro pensamiento se hace cien veces más hosco que preciso. Ninguna capacidad de pensamiento logra mantener el paso con lo problemático; de ahí la autorrenuncia de la crítica. En la indolencia frente a todo problema hay un último presentimiento de lo que sería el estar a la altura del mismo. Dado que todo se hizo problemático, también todo, de alguna manera, da lo mismo. Y éste es el rastro que hay que seguir. Pues conduce allí donde se puede hablar de cinismo y «de razón cínica».
Hablar de cinismo supone exponer a la crítica un escándalo espiritual, un escándalo moral: a continuación se despliegan las condiciones de las posibilidades de lo escandaloso. La crítica «realiza» un movimiento que en una primera instancia agota sus intereses positivos y negativos en la cosa, para, finalmente, chocar contra las estructuras elementales de la conciencia moral, estructuras a las que se obliga a hablar «más allá del bien y del mal». La época es cínica en todos sus extremos, y corresponde a la época desarrollar en sus fundamentos el contexto entre cinismo y realismo. ¿Qué pensaba Oscar Wilde cuando, desilusionado, afirmaba: «No soy en absoluto cínico: sólo tengo experiencia... lo que, en último término, es lo mismo»; o Antón Chejov cuando, sobriamente, manifestaba: «Ningún cinismo puede superar a la vida»?
En el proceso de las consideraciones se desata la conocida duplicidad del concepto «crítica». En un primer momento significa pronunciar juicios y fundarlos, juzgar y condenar: es decir, proporcionar una investigación de los fundamentos a las formaciones del juicio. Pero si se habla de la «razón cínica», entonces esta fórmula se coloca primera y totalmente bajo la protección de la ironía.
¿Qué servicios puede prestarnos todavía una crítica? ¿Qué pretende en una época tan cansada de teoría? Escuchemos la respuesta de Walter Benjamin:
Locos los que se lamentan de la decadencia de la crítica. Pues su hora ya hace tiempo que ha pasado. La crítica es una cuestión de distancia correcta. Ella se encuentra a gusto en un mundo en el que todo depende de las perspectivas y los decorados y en el que es todavía posible adoptar un punto de vista. Mientras tanto las cosas se han acercado cáusticamente a la sociedad humana. La «ingenuidad» de «la mirada libre» es mentira, cuando no expresión totalmente naïf de una incompetencia declarada… (Einbahnstrase, 1928/1969. pág. 95).
En un sistema que se siente a sí mismo como un híbrido de prisión y de caos, no habrá ningún punto de vista descriptivo, ninguna perspectiva central de crítica ineludible.
En un mundo que ha estallado en infinidad de perspectivas, las «grandes miradas» corresponden de hecho y por entero más a los ánimos discretos que a los ilustrados, educados por lo dado. Ninguna Ilustración tiene lugar sin que produzca el efecto de destruir el pensamiento del punto de vista y disolver las morales perspectivas convencionales; desde un punto de vista psicológico esto está en relación de dependencia con la dispersión del Yo y, desde un punto de vista literario y filosófico, con la decadencia de la crítica.
Sin embargo, ¿cómo se explica la contradicción de que el más importante renacimiento de la crítica del siglo XX vaya unido al nombre de Walter Benjamin, quien, por una parte, expresó de una manera contundente que la hora de la crítica había pasado y, por otra, participó con sugerencias inabarcablemente amplias en la escuela de la Teoría Crítica? Es imposible, dice, adoptar un «punto de vista», ya que las cosas se nos han acercado hasta tocarnos. Pero a partir del punto de vista, todavía por determinar más concretamente, de la carencia de punto de vista, la crítica ha hecho progresos impresionantes. ¿De qué habla? ¿Con qué perspectiva? ¿En nombre de quién?
Creo que la Teoría Crítica ha encontrado un Yo provisional de la crítica y un «punto de situación» que le proporciona a perspectivas sobre una crítica realmente incisiva; un punto de situación con el que no cuenta la teoría del conocimiento tradicional. Yo quisiera denominarlo el apriori del dolor. No es la base de una crítica elevada y distanciada que llega a grandes perspectivas generales, sino una actitud del más extremo acercamiento: micrología.
Si las cosas se nos han acercado tanto hasta llegar a quemarnos, tendrá que surgir una crítica que exprese esa quemadura. No es tanto un asunto de distancia correcta cuanto de proximidad correcta. El éxito de la palabra «implicación» crece sobre este suelo; es la semilla de la Teoría Crítica que hoy surge bajo nuevas formas, incluso entre gentes que apenas han oído hablar de ella. A los «implicados»: ¿No sería interesante comprobar dónde encuentran ellos su modelo crítico? Por lo demás, en el manierismo del «estar implicado» aparecen de nuevo las carencias de la fuente olvidada.
Dado que la soberanía de las cabezas siempre resulta falsa, la nueva crítica se apresta a descender desde la cabeza por todo el cuerpo. La Ilustración quiere ir de arriba abajo... tanto desde un punto de vista de política formativa como desde un punto de vista psicosomático. Descubrir el cuerpo viviente como sensor cósmico significa asegurar al conocimiento filosófico del cosmos una base realista. Esto era lo que la Teoría Crítica había empezado a hacer de una manera titubeante, a menudo esteticistamente cifrada y oculta en toda especie de complicaciones.
La Teoría Crítica descansaba en el supuesto de que en el «dolor cósmico» tomamos conciencia a priori de este mundo. Lo que nosotros percibimos de él se ordena en un sistema psicosomático de coordenadas de dolor y placer. La crítica es todavía posible en la medida en que el dolor nos diga qué «es verdadero» y qué «es falso». Y en ello la Teoría Critica sigue haciendo presupuestos «elitistas» de una sensibilidad no destruida. Esto es lo que caracteriza tanto su fortaleza como su debilidad; esto es lo que funda su verdad y lo que limita su ámbito de validez. Efectivamente, se tiene que poder aportar tal cantidad de sentido elitista que se alimente del rechazo contra toda la cadaverina de la normalidad en un país de cabezas duras y de almas acorazadas. No hay que intentar convencer a ciertos enemigos; hay una generalidad de la «verdad» que representa una coartada de la incomprensión; allí donde la capacidad para la razón no se basa en una autorreflexión sensible, ni siquiera una argumentación tan sólida de la teoría de la comunicación podrá producirla.
De entre todos sus enemigos es sobre todo con los lógicos con los que la Teoría Crítica nunca ha logrado entenderse en este punto «conflictivo». Ciertamente, hay pensadores cuyas cabezas son tan enérgicas y cuyas estructuras nerviosas están tan endurecidas que a ellos todo el arranque de la Teoría Crítica les tiene que parecer deplorable. Toda teoría «sensible» es algo sospechoso. Efectivamente, sus fundadores, y Adorno en primera línea, tenían un concepto de lo sensible reducido en sentido exclusivo, un presupuesto nunca racionalizable de la más alta excitabilidad anímica y de entrenamiento estético; su estética casi se aproximaba al dintel de la náusea ante todas y cada una de las cosas. Casi nada de lo que sucedía en el mundo «práctico» le hacía daño y quedaba libre de la sospecha de brutalidad. Para ella todo estaba, en cierto modo, conchabadamente amarrado a la «falsa vida», falsa vida en la que «no hay nada correcto». Sobre todo, le irritaba y le parecía estafa, retroceso y «falsa distensión» todo aquello que pareciera placer y disconformidad. De esta manera resultaba inevitable que ella, especialmente en la persona de Adorno, tuviera que sentir el rebote de sus exageraciones. La encarnación de la razón, que se había preparado con una muy alta sensibilidad, no pudo pararse en los límites en los que ella había quedado encerrada por los iniciadores. Lo que hoy sucede pone de manifiesto cuántas caras puede adoptar la crítica por vivacidad corporal.
Adorno pertenecía a los pioneros de una crítica del conocimiento renovada que cuenta con un apriori emocional. En su teoría están actuando motivos del espíritu cripto-budista. Quien sufra sin endurecerse entenderá. Quien pueda oír música, en los momentos lúcidos logrará penetrar con la mirada en la otra cara del mundo. La certeza de que lo real está escrito en un manuscrito de dolor, frialdad y dureza acuñó el acceso al mundo de esta filosofía. Efectivamente, ella apenas creía en la modificación para mejor, pero no cedía a la tentación de encallarse y acostumbrarse a lo dado. El seguir siendo sensible era casi una actitud utópica: el mantener los sentidos agudizados para la felicidad que no vendrá y que, sin embargo, nos protege, en este estar preparados, de las más crasas rudezas.
Desde un punto de vista político y neurológico, la teoría estética, la teoría «sensible» se fundamenta en una actitud de reproche, mezcla de sufrimiento, desprecio e ira contra todo lo que tiene poder. Se estiliza convirtiéndose en el espejo de la maldad del mundo, de la frialdad burguesa, del principio de «dominación», del negocio sucio y de su motivo de beneficio. Es el mundo de lo varonil, al que ella se niega categóricamente, inspirándose en un arcaico «no» al mundo del padre, el de los legisladores y los negociantes. Su prejuicio viene a decir que de este mundo sólo puede salir poder perverso contra todo lo vivo. Y aquí estriba el estancamiento de la Teoría Crítica. El efecto de ofensiva que tenía la objeción por motivos de conciencia hace tiempo que se ha agotado. El elemento masoquista ha superado al creativo. El impulso de la Teoría Critica se hace maduro para hacer saltar por los aires los límites del negativismo. Por su parte, reclutó sus partidarios entre aquellos que habrían debido compartir instintivamente su apriori de dolor. Sin embargo, en una generación que empezaba a descubrir lo que sus padres habían hecho o permitido, eran muchos los que participaban en este apriori. Y dado que eran numerosos, desde mediados de los años sesenta empezó a haber de nuevo en Alemania un fino hilo de cultura política: la disputa pública sobre la auténtica vida.
La vivificación del gran impulso depende de una autorreflexión de la inteligencia inspirada anteriormente por ella. En la crítica sensible hay que señalar un resentimiento mutilante. La negación se alimenta de una rabia inicial contra la «masculinidad», aquel cínico sentido de los hechos que los positivistas, tanto los políticos como los científicos, sacaron a la luz del día. La teoría de Adorno se levantaba contra los rasgos de complicidad que se atenían a la «consideración práctica». Con artes conceptuales del equilibrio intentaba construir un saber que no fuera poder. Ella buscó refugio en el reino de la madre, en las artes y en las nostalgias cifradas. «Prohibido pintar»: no pisar con todo el pie. Un pensar defensivo caracteriza su estilo: el intento de defender una reserva donde los recuerdos de felicidad se habían unido exclusivamente con una utopía de lo femenino. En uno de sus primeros escritos, Adorno nos ha dado a entender casi sin tapujos el secreto de su teoría emocional y de conocimiento. En unas líneas capaces de desgarrar el corazón se ha expresado sobre el llanto al escuchar la música de Schubert; cómo lágrimas y conocimiento están en estrecha interdependencia. Si lloramos al escuchar esta música, lo hacemos porque no somos como ella, algo perfecto que se vuelve a la dulzura perdida de la vida como una cita lejana.
La felicidad siempre habrá que pensarla como algo perdido, como bella lejanía. No puede ser más que una premonición a la que nosotros reaccionamos con lágrimas en los ojos, sin llegar a ella. Todo lo otro pertenece, en todo caso, a la «falsa vida». Lo que domina es el mundo de los padres, que siempre están horriblemente de acuerdo con el granito de las abstracciones convertido en sistema. En Adorno, la negación de lo masculino fue tan lejos que del nombre de su padre sólo conservó una letra: la W. Sin embargo, el camino al Wiesengrund no tiene por qué ser precisamente un camino perdido*.
Desde la disolución del movimiento estudiantil estamos asistiendo a un estancamiento de la teoría. Efectivamente, hay más erudición y «nivel» que antes, pero las inspiraciones son sordas. El optimismo de «entonces», que creía que se podrían mediatizar intereses vitales a través de los esfuerzos de teoría social, hace tiempo que está muerto. Sin este optimismo, de repente queda de manifiesto qué aburrida puede ser la sociología. Para el bando ilustrado, después de la debacle del accionismo de «izquierdas», del terror y de su multiplicación mediante el antiterror, el mundo giraba en círculos. Había querido posibilitar un trabajo de luto sobre la historia alemana para todos y finalizó en la propia melancolía. Parece como si la crítica se hubiera hecho todavía más imposible de lo que pensaba Benjamin. El «talante» crítico sigue de una manera nostálgica hacia dentro, en una pequeña floricultura filológica en la que se cultivan las azucenas benjaminianas, las flores del mal pasolinianas y las cerezas silvestres freudianas.
La crítica, en todos los sentidos de la palabra, está atravesando días grises. De nuevo ha surgido una época de la crítica del atuendo en la que las actitudes críticas se supeditan a los roles profesionales. Criticismo de responsabilidad limitada, ilustracionismo como factor de éxito: una actitud en el punto de encuentro de nuevos conformismos y antiguas ambiciones. Ya en Tucholsky, «ya entonces», se podía sentir el vacío de una crítica que quiere acentuar las propias desilusiones. Ella sabe que el éxito no es ni mucho menos un efecto y sigue escribiendo brillantemente aunque no sirva para nada y se hagan oídos sordos. De esta experiencia que se ha convertido casi en general se alimentan los cinismos latentes de los ilustrados actuales.
Algo de pimienta ha echado ya en esa adormecida crítica del atuendo Pasolini, al diseñar por lo menos un atuendo obvio: el del corsario... Escritos de pirata. El intelectual como corsario: no es ningún mal sueño. Apenas nos hemos visto de esta guisa. Un homosexual dio la señal contra el afeminamiento de la crítica. Saltar como Douglas Fairbanks en la arboladura cultural, sable en mano, unas veces vencedor, otras vencido, impulsado por los vientos sin rumbo en los mares mundanos de la alienación social. Los golpes se dan a diestra y siniestra. Y dado que el atuendo es amoral, sienta moralmente como hecho a la medida. Sólidos puntos de vista no puede adoptar el pirata, dado que él está siempre de camino entre frentes cambiantes. Quizá la imagen que Pasolini creó de la inteligencia corsaria pueda retroproyectarse sobre Brecht, es decir, sobre el Brecht joven, perverso, no sobre el que habría creído tener que dar lecciones en la galera comunista.
Encomiable en el mito del corsario parece el elemento ofensivo. Sospechosa sería sólo la ilusión de que la inteligencia tiene en la disputa en cuanto tal su fundamento. En realidad. Pasolini es un vencido como Adorno. Es el apriori del dolor –el que a uno se le hagan tan difíciles las cosas más sencillas de la vida– lo que a él le abre críticamente los ojos. No existe gran crítica sin grandes defectos. Son los heridos graves de la cultura los que con grandes esfuerzos encuentran algunos remedios curativos y hacen girar la rueda de la crítica. Un célebre artículo de Adorno está dedicado a Heinrich Heine: La herida Heine. Esta herida no es otra que aquella que perfora en cada crítica importante. Bajo todos los grandes rendimientos críticos de la modernidad se abren por doquier heridas: la herida Rousseau, la herida Schelling, la herida Heine, la herida Marx, la herida Kierkegaard, la herida Nietzsche, la herida Spengler, la herida Heidegger, la herida Theodor Lessing, la herida Freud, la herida Adorno. Y de la autocuración de las grandes heridas surgen criticas que sirven a las épocas de puntos de reunión de la autovivencia. Toda crítica es trabajo de pioneros en el dolor epocal y una pieza de curación ejemplar.
No albergo la ambición de ampliar este digno hospital de campaña de teorías críticas. Ha llegado el tiempo para una nueva crítica de los temperamentos. Allí donde la Ilustración aparece como «triste ciencia» provoca, a pesar suyo, una petrificación melancólica. La crítica de la razón cínica espera por ello mucho más de un trabajo de animación en el cual, desde un principio, quede sentado que esta crítica no consiste tanto en un trabajo cuanto en una relajación del mismo.
El motivo:
Se habrá notado que la fundamentación es una pizca demasiado reflexiva como para poder ser enteramente verdadera. La impresión de que se trata de un intento de salvación de la Ilustración y de la Teoría Crítica la acepto de antemano. Las paradojas del método salvador garantizan que no sólo se trata de una primera impresión.
Si en un principio parece como si la Ilustración desembocara de un modo necesario en la desilusión cínica, muy pronto da la vuelta a la página y la investigación del cinismo se convierte en la fundamentación de una buena carencia de ilusiones. La Ilustración fue desde siempre desilusión, en el sentido positivo; y cuanto más avance, tanto más próximo estará el momento en el que la razón nos llame para ensayar una afirmación. Una filosofía a partir del espíritu del sí incluye también el sí para el no. No se trata de un positivismo cínico ni de un talante «afirmativo». El sí al que me refiero no es el sí del derrotado. Si en él se esconde algo de obediencia, es entonces algo de la única obediencia que se puede achacar a un ilustrado: la obediencia contra la propia experiencia.
La neurosis europea concibe la felicidad como una meta y el esfuerzo racional como un camino hacia ella. Y hay que romper su necesidad. Hay que disolver el vicio crítico de lo mejor por amor al bien, del que fácilmente uno se puede alejar a marchas forzadas. Aunque parezca irónico, la meta del esfuerzo más crítico es el dejarse llevar de la manera más ingenua.
No mucho tiempo antes de que muriera Adorno, en un aula de la Universidad de Fráncfort tuvo lugar una escena que viene como anillo al dedo como clave explicativa de este análisis del cinismo que aquí emprendemos. Estaba el filósofo a punto de comentar su lección magistral, cuando un grupo de manifestantes le impidió acceder al pódium. En aquellos años, alrededor del 69, casos semejantes no eran nada desacostumbrados. Pero en este caso había algo que obligaba a una observación más exacta. Entre los manifestantes destacaban unas jóvenes estudiantes que, como protesta ante el pensador, habían descubierto sus pechos. Lo que allí había era la mera carne desnuda que también ejercía la «crítica»... Aquí, el hombre, amargamente decepcionado, sin el que apenas ninguno de los presentes habría llegado a darse cuenta de lo que significa la crítica: cinismo en acción. No era el poder desnudo lo que hacía enmudecer al filósofo, sino la violencia del desnudo*. Justicia e injusticia, verdad y mentira estaban en esta escena inseparablemente mezcladas de una manera que, por lo demás, es típica de todos los cinismos. El cinismo se atreve a salir con las verdades desnudas, verdades que en la manera como se expolien encierran algo de irreal.
Allí donde los encubrimientos son constitutivos de una cultura: allí donde la vida en sociedad está sometida a una coacción de mentira, en la expresión real de la verdad aparece un momento agresivo, un desnudamiento que no es bienvenido. Sin embargo, el impulso hacia el desvelamiento es, a la larga, el más fuerte. Sólo una desnudez radical y una carencia de ocultaciones de las cosas nos liberan de la necesidad de la sospecha desconfiada. El pretender llegar a la «verdad desnuda» es uno de los motivos de la sensibilidad desesperada que quiere rasgar el velo de los convencionalismos, las mentiras, las abstracciones y las discreciones para acceder a la cosa. Y tal es el motivo que me mueve. Una amalgama de cinismo, sexismo, «objetividad» y psicologismo constituye el ambiente de la supraestructura de Occidente: el ambiente de la decadencia, un ambiente bueno para estrafalarios y para la filosofía.
En la base de mis impulsos encuentro un infantil respeto para todo aquello que, en un sentido griego, se llamó filosofía, cosa en la que, por lo demás, también es cómplice una cierta tradición familiar de respeto. Con harta frecuencia, mi abuela, una hija de maestrescuela de cuño idealista, solía manifestar con orgullo y llena de respeto que había sido Kant quien había escrito la Crítica de la Razón pura y Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. Y quizá habría en el mundo alguno más de semejantes libros mágicos que, no pudiéndose leer por ser demasiado difíciles, hay sin embargo que admirar desde fuera como algo de una grandeza total.
¿No hay una filosofía en la que la vieja «mano huesuda» nos saque el cerebro, nos desatornille el cerebro de la cabeza? El sueño que persigo es el de ver florecer de nuevo el agonizante árbol de la filosofía, en una eclosión sin desencantos, plagado de las extrañas flores del pensamiento, rojas, azules y blancas, fulgiendo en los colores del principio, al igual que cuando, en la primigenia luz griega, comenzó la theoria y cuando, de una manera increíble y de repente, como todo lo que es claro, el comprender encontró el camino a su lenguaje. ¿Somos en realidad culturalmente tan antiguos como para repetir semejantes experiencias?
El lector queda invitado a sentarse por un rato bajo este árbol que en realidad no puede existir. Prometo no prometer nada y, por encima de todo, no prometeré ningún valor nuevo. La crítica de la razón cínica pretende –por citar la caracterización que de las comedias aristofánicas hizo Heinrich Heine– seguir «la profunda idea de la aniquilación del mundo», sobre la que descansa la gaya ciencia..., «y que en ella, como en un árbol maravilloso fantásticamente irónico, surjan, en el floral adorno de pensamientos, nidos de ruiseñores cantarines y monos trepantes» (Los baños de Lucca*).
Múnich, verano de 1981
Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).