Crítica de la ilusión religiosa
El engaño va más allá de la sospecha.
La Rochefoucauld
La crítica ilustrada del fenómeno religioso se concentra de una manera estratégicamente inteligente en los atributos de Dios y sólo secundariamente aborda la delicada «pregunta de la existencia». En el fondo no se trata de si «hay» Dios: lo esencial es lo que piensan los hombres que afirman que Dios existe y que quiere esto o lo otro.
Consiguientemente, de lo que se trata en primer lugar es de averiguar lo que se pretende saber de Dios aparte de su existencia. Las tradiciones religiosas aportan a este respecto el material. Puesto que Dios no aparece «empíricamente», la subordinación de los atributos divinos a la experiencia humana desempeña un papel decisivo en la crítica. Bajo ninguna circunstancia la doctrina de Dios de las religiones puede obviar este acceso, a no ser que ésta opte por una teología radical de los misterios o, más consecuentemente, por la tesis mística del Dios innombrable. Esta consecuencia, correcta desde el punto de vista filosófico-religioso, ofrecería una protección suficiente ante la detectivesca pregunta que se hace la Ilustración acerca de las fantasías humanas sobre Dios que se traslucen en sus atributos. Sin embargo, con la renuncia mística, la religión no puede convenirse en institución social; vive de presentar las narraciones seguras (mitos), atributos estandarizados (nombres e imágenes), tanto como formas estereotipadas de trato con lo sagrado (rituales) en formas que constantemente se repiten.
De esta manera, sólo tienen que observarse más de cerca estas presentaciones para seguir el rastro de los secretos de su fabricación. El texto bíblico suministra la prueba decisiva al crítico de la religión. En Génesis, capítulo primero, versículo 27, se dice: «Y Dios creó al hombre a su imagen; a la imagen divina Él lo creó». Indudablemente, esta referencia de imagen se puede explicar al revés. A partir de ahí no hay ningún problema para saber de dónde provienen las imágenes; el hombre y su experiencia son el material del que están hechos los sueños oficiales de Dios. El ojo religioso proyecta imágenes terrenales al cielo.
Una de estas proyecciones elementales -¿cómo podría ser de otra forma?- proviene del ámbito de las representaciones familia y creación. En las religiones politeístas a menudo se encuentran entrelazadas sagas familiares auténticamente frívolas y líos de procreación a cargo de divinidades, tal y como fácilmente se puede estudiar en los olimpos griego, egipcio e hindú. El que la imaginación humana haya actuado con demasiada decencia a la hora de representar plásticamente las poblaciones celestiales no lo afirma nadie. Incluso la doctrina cristiana de la Santísima Trinidad, sublime y teológicamente tan pretenciosa, no se queda libre de esas fantasías de procreación y de familia. Su refinamiento peculiar, sin embargo, hace que María quede embarazada del Espíritu Santo. La sátira ha aceptado este reto. Con ello debe evitarse la representación de que entre Padre e Hijo existe un lazo de unión fundado sexualmente. El Dios cristiano puede bien «engendrar», pero no copular; por eso, el Credo, con verdadera sutileza, dice: genitum, non factum.
Muy emparentado con el pensamiento de la procreación está el pensamiento de la autoría, de la creación del inundo, que se atribuye especialmente a los dioses supremos y únicos. Aquí se mezcla la experiencia humana del producir, una experiencia que arraiga en el empirismo campesino y artesano. En su trabajo el hombre se descubrió a sí mismo modélicamente como creador o autor de un efecto nuevo, antes inexistente. Cuanto más avanzaba la mecanización del mundo, tanto más se veía desplazada la representación divina desde una visión biológica del engendrar a la de la producción. Correspondientemente, el Dios creador se fue convirtiendo paulatinamente en un fabricante del mundo, en el productor originario.
La tercera proyección elemental es la de su carácter auxiliador, quizá la más importante de entre las imaginaciones constitutivas de la vida religiosa. La mayor parte de las llamadas religiosas se dirigen a Dios como auxiliador en las necesidades de la vida y de la muerte. Pero, dado que el auxilio de Dios presupone su poder sobre las apariciones terrenales, la fantasía del auxiliador se mezcla con las experiencias humanas del vigilar, del proveer y del regir. La imagen popular de Cristo le representa como el Buen Pastor. En el proceso de la historia de la religión se han asignado a los dioses distritos de dominio y responsabilidad, bien sea en forma de soberanía sectorial sobre un elemento de la naturaleza, tales como el mar, el río, el viento, el bosque, los cereales, bien en una forma de dominio general sobre el mundo creado. Las experiencias políticas penetran evidentemente estas proyecciones. El poder de Dios está en analogía con las funciones de jefe o de rey. La religión de la sociedad feudal es la que menos encubre su proyección política de Dios, al constituirle sin ningún género de dudas como Señor feudal superior y darle, efectivamente, el título feudal de «Señor»; en inglés se dice todavía hoy My Lord.
De la forma más ingenua salen a la luz el antropomorfismo y el sociomorfismo, allí donde se intentaron representaciones imaginativas de Dios. Por eso, tanto la teología como las religiones reflejas han promulgado estrictas prohibiciones de representación plástica, pues en ellas se reconoce el peligro de la cosificación. El judaísmo, el Islam y también ciertas fracciones «iconoclastas» del cristianismo han practicado en este punto un distanciamiento inteligente. Ya la sátira de la Ilustración se divertía con las divinidades africanas, para las que una piel negra era igualmente tan natural como los ojos rasgados para los ídolos asiáticos. Se regodeaba con la consideración de cómo lograrían representarse los leones, camellos y pingüinos al buen Dios: ¿como león, como camello, como pingüino?
Con este descubrimiento de los mecanismos proyectivos, la crítica de la religión ha puesto en manos de los movimientos de la Ilustración un arma afilada. Sin gran esfuerzo se puede demostrar que el mecanismo de proyección es siempre y en el fondo el mismo, tanto si se trata de ingenuidades sensibles, tales como los ojos rasgados y la barba blanca del abuelo, o de atributos sutiles como la personalidad, la creación del mundo, la permanencia o la omnisciencia. Pero, en todo esto, la crítica de la religión consecuente deja intacta la cuestión de la «existencia de Dios». Es propio del tacto racional no abandonar el ámbito que se plantea mediante la pregunta: «¿Qué puedo saber?». La crítica sufrió de nuevo una recaída dogmática cuando, con afinaciones metafísicamente negativas por su parte, saltó más allá de los límites del saber y comenzó a profesar un torpe ateísmo. Los representantes de las religiones organizadas pudieron afirmar a partir de aquí, complacidos, una aproximación de «la cosmovisión atea» a la teológica. Pues donde hay una contradicción frontal no se da ningún avance más allá de ambas posiciones. Instituciones a las que no les importa nada más que su autoconservación no necesitan nada.
Junto al desenmascaramiento antropológico de la proyección de Dios, la Ilustración conoce, a partir del siglo XIX, una segunda estrategia subversiva en la que nosotros descubrimos el germen de una teoría moderna del cinismo. Ésta se conoce con el nombre de teoría de la mentira piadosa. Con ella la Ilustración echa una primera mirada instrumentalista a las religiones al preguntarse a quién sirve la religión y qué función desempeña en la vida de la sociedad. La respuesta a esto –aparentemente sencilla– no ponía en aprietos a los ilustrados. Efectivamente, sólo necesitaban echar una mirada sobre mil años de política religiosa cristiana, desde Carlomagno hasta Richelieu, para leer la respuesta en las huellas sangrientas del poder religiosamente guarnecido.
Todas las religiones se han edificado sobre el suelo del miedo; las tempestades, los rayos, las tormentas... son el origen de ese miedo. El hombre, que se sentía impotente frente a los acontecimientos de la naturaleza, buscaba su refugio en los seres que eran más fuertes que él mismo. Sólo posteriormente hombres ambiciosos, políticos refinados y filósofos han sabido sacar ventaja de la credulidad del pueblo. Para este fin buscaban un gran número de dioses, tan fantásticos como crueles, que no servían para ningún otro fin que el de asegurar y mantener su poder frente a los hombres. Así aparecen las diferentes formas de culto que en última instancia sólo aspiran a imprimir una clase de legalidad trascendental a un orden de sociedad existente..., el núcleo de todas las formas del culto consistía en el sacrificio que el individuo tenía que ofrecer para el bien de la comunidad... De esta manera, ya no resulta sorprendente que en el nombre de Dios... el mayor número de hombres se vea oprimido por un pequeño grupo de gente que ha hecho del temor religioso un aliado eficaz. (Thérese Philosophe, Ein Sittenbild aus dem 18. Jahrhundert; verfasst von dem intimen Freund Friedrichs des Grossen, dem Marquis d’Argens, traducido por J. Fürstenauer. Darmstadt s. f. La atribución al autor no está clara, ya que se apoya meramente en una observación del Marqués de Sade; págs. 111-112.)
Esto es una teoría instrumentalista de la religión que no admite ambages. Ciertamente, también pone la génesis de las religiones en la cuenta del desamparo humano (proyección del auxiliador). Pero esencialmente en ella está el ataque a una lógica abiertamente refleja e instrumentalista. En la cuestión sobre la función y el uso de la religión está la dinamita ideológico-crítica del futuro, el núcleo de cristalización del cinismo moderno reflexivo.
Al ilustrado le resulta fácil decir para qué existe la religión: en primer lugar, para la superación de la angustia vital: en segundo lugar, para la legitimación de los ordenamientos sociales opresores. Esto significa, al mismo tiempo, la serie histórica, tal como el texto acentúa expresamente: «Sólo con posterioridad...». Los explotadores y utilizadores de la religión tienen que ser de un calibre distinto al del pueblo creyente, llano y lleno de miedo. Correspondientemente, el texto elige sus expresiones: se trata de «hombres ambiciosos» y políticos y filósofos refinados. No se puede tomar suficientemente en serio el término «refinado». Apunta a una conciencia arreligiosa que utiliza la religión como instrumento de dominio. Ésta sólo tiene la tarea de establecer permanentemente una disposición muda al sacrificio en el interior de los súbditos.
El ilustrado supone que los dominadores saben esto y que lo hacen actuar con cálculo consciente a su favor. Refinamiento no significa otra cosa más que «finura en el saber del dominio». La conciencia del que detenta el poder ha brotado del autoengaño religioso; sin embargo, el engaño puede seguir trabajando a su favor. No cree, pero deja creer. Tiene que haber muchos tontos para que los listos sigan siendo unos pocos.
Considero que esta teoría ilustrada de la religión representa la primera construcción lógica del moderno y reflexivo cinismo señorial*. Sin embargo, esta teoría no se ha podido aclarar a sí misma la propia estructura y amplitud, y ha desaparecido en el curso del desarrollo teórico. En general, domina la concepción de que sólo con Marx la crítica de la ideología ha encontrado su forma válida, forma en la que los sistemas de Nietzsche y Freud, entre otras, siguieron trabajando, la opinión del manual sobre la teoría de la mentira piadosa indica que su comienzo ha sido insuficiente y con razón ha sido vencido por las formas más «maduras» de la crítica sociológica y psicológica de la conciencia. Esto es sólo en parte correcto. Se puede comprobar que ésta capta una dimensión ante la que no sólo fracasaron las críticas sociológica y psicológica, también quedaron completamente ciegas cuando ella empezó a manifestarse dentro de su propio campo: la dimensión refinada.
La teoría del engaño es reflexivamente más compleja que la teoría del desenmascaramiento político-económico y que la de la psicología de las profundidades. Ambas teorías del desenmascaramiento ponen el mecanismo del desengaño tras la falsa conciencia: se engaña, se es engañado. La teoría del engaño, por otra parte, supone que se puede observar bipolarmente el mecanismo del error. No sólo se pueden sufrir engaños, también se puede utilizar éste contra los otros. Exactamente esto han tenido ante los ojos los pensadores del Rococó y de la Ilustración, no pocos de los cuales, Por lo demás, se habían ocupado del antiguo quinismo (por ejemplo, Diderot, Christoph M. Wieland). Denominan esta estructura -a falta de una terminología más desarrollada- «refinamiento», que está en una alianza con la «ambición»; ambas son cualidades que en aquel tiempo fueron corrientes al saber mundano en las esferas cortesanas y urbanas. En realidad, esta teoría del engaño significa un gran descubrimiento lógico: un avance de la crítica de la ideología hacia el concepto de una ideología reflexiva. Toda la restante critica de la ideología posee ya una inclinación notable a constituirse en patrón de «la falsa conciencia» de los otros y a considerar a éstos ofuscados. La teoría del engaño, por el contrario, esboza el nivel de una crítica que concede al enemigo una inteligencia, por lo menos, de igual rango. Se sitúa concienzudamente en rivalidad con la conciencia enemiga, en vez de comentarla desde arriba. Desde finales del siglo XVIII la filosofía tiene en sus manos, por ello, el comienzo del hilo hacia una crítica de la ideología multidimensional.
Retratar al enemigo como a un estafador despierto y reflexivo, como a un «político» refinado, es al mismo tiempo ingenuo y refinado. De esta manera, se llega a la construcción de una conciencia refinada a través de otra que incluso lo es más. El ilustrado supera al engañador al considerar sus maniobras y exponerlas de tal manera que las desenmascara. Si el sacerdote mentiroso o el dominador son un cerebro refinado, es decir, modernos cínicos del señorío, el ilustrado es, frente a ellos, un metacínico, un irónico, un satírico. Puede consumar de una manen soberana las intrigas del engaño en la cabeza del enemigo y hacerlas estallar riendo: no querréis vendernos como si fuéramos tontos. Pero esto apenas es posible sin una cierta reflexiva situación de enzarzamiento dentro de la cual las conciencias están recíprocamente a la altura. En este clima, la Ilustración exige un entrenamiento en la desconfianza que aspira a la superación del engaño a través de la sospecha.
El refinado rivalizar de la sospecha con el engaño puede quedar de manifiesto también en la cita antes dada. Efectivamente, su peculiar humor se hace reconocible cuando se sabe quién es el que habla. El que habla es un clérigo ilustrado, uno de aquellos abbés modernos y experimentados del siglo XVIII que pueblan las novelas galantes de la época, adornándola con sus aventuras eróticas y sus charlas racionales. En cierto modo, como experto de la falsa conciencia a causa de la profesión, se va de la lengua, la escena se desarrolla como si este clérigo olvidara que con su crítica del clero también habla de sí mismo. Incluso a través de él habla, probablemente, el autor aristocrático, ciego para su propio cinismo. Él se pone del lado de la razón, sobre todo porque ésta no pone objeción alguna a sus deseos sexuales. El escenario de las picantes exposiciones crítico-religiosas es el lecho de amor que él acaba de compartir con la deliciosa Madame C. Y todos nosotros, la narradora Thérese, el receptor de sus apuntes confidenciales y el público íntimo están tras el cortinón del lecho y ven y oyen el susurro de la Ilustración, que tiene, naturalmente, todo lo que puede pasar en un oír y ver, como Heinrich Mann lo dijo en su Enrique IV, «para gran provecho de los sentidos restantes».
El peso de las reflexiones del Abbé apunta a despejar del camino los obstáculos religiosos a la «voluptuosidad». Precisamente, la simpática dama acaba de burlarse de él: «Y bien, querido amigo, ¿qué hacemos s con la religión? Ésta nos prohíbe absolutamente las alegrías del placer fuera del estado del matrimonio». La cita anterior nos da una parte de la respuesta del Abbé. Para su propia sensualidad reivindica el desenmascaramiento de las prohibiciones religiosas; sin embargo, bajo la reserva de la discreción más fuerte. Aquí, su propia ingenuidad aparece en la forma de un argumento superrefinado de ilustrado. El monólogo continúa en el siguiente coloquio:
-Vea usted, querida amiga, aquí tiene, pues, mi sermón al capítulo de la religión. No es otra cosa que el fruto de veinte años de observación y de reflexión. Siempre intenté separar la verdad de la mentira, como manda la razón; por eso creo que deberíamos llegar a la conclusión de que el placer que a nosotros nos une tan cariñosamente, mi querida amiga, es puro e inocente. ¿No garantiza la discreción con la que nos entregamos que esto no hiere ni a Dios ni a los hombres? Sin duda, sin esta discreción tales placeres podrían originar un escándalo maligno... Finalmente, nuestro ejemplo sería apropiado para confundir a jóvenes almas desprevenidas e inducirlas a la negligencia en los deberes que tienen frente a la sociedad...
-Pero -objetó Madame muy acertadamente-, en mi opinión, si nuestros placeres son tan inocentes como yo quiero con gusto creer, ¿por qué no deberíamos entonces confiarlos a todo el mundo? ¿Qué mal puede entrañar, entonces el que nosotros hagamos participes a nuestros semejantes de los frutos del placer? ¿No me ha dicho usted continuamente que no puede darse mayor felicidad humana que la de hacer feliz a los otras...?
-Efectivamente, mi querida amiga, eso he dicho -añadió el Abbé-. Pero esto no significa que nosotros debamos descubrir a la plebe tales secretos. ¿No sabe usted que la sensibilidad de esta gente es lo suficientemente grosera como para abusar de esto que a nosotros nos parece sagrado? No se la puede considerar como personas capaces de pensar razonablemente... De diez mil personas apenas hay veinte que puedan pensar lógicamente... Éste es el motivo por el que nosotros tenemos que proceder cuidadosamente con nuestras experiencias (págs. 113-114).
Toda prepotencia, una vez que se ha puesto a hablar, no puede por menos que irse de la lengua, pero tan pronto ha asegurado la discreción, entonces puede ser increíblemente sincera. Aquí, por boca del Abbé, llega a una confesión verdaderamente clarividente en la que suena ya una buena parte de la teoría de la cultura de Freud y de Reich. Pero el privilegiado ilustrado también sabe exactamente lo que pasaría si todos pensaran como él. Por ello, el despierto saber de las cabezas dominantes pretende ponerse unos límites discretos; pues prevé un caos social si de la noche a la mañana las ideologías, los temores religiosos y acomodaciones desaparecieran de las cabezas de muchos. Estando él mismo desilusionado reconoce la absoluta necesidad funcional de la ilusión para el statu quo social. De este modo trabaja la Ilustración en las cabezas que han reconocido el surgimiento del poder. Su precaución y discreción es perfectamente realista, pues encierra una sobriedad impresionante, una sobriedad en la que reconoce que «los frutos dorados del placer» prosperan sólo en el statu quo que pone en el regazo de unos pocos las oportunidades de individualidad, sexualidad y lujo. No sin referencia a tales secretos de un poder podrido, era como Talleyrand decía que la dulzura de la vida sólo la había conocido aquel que había vivido antes de la Revolución.
¿Quizá signifique algo el que sea la voluptuosa y aplicada dama la que candorosamente (?) exija para todos los dulces frutos del placer y aluda a la felicidad de compartir, mientras que el realista Abbé se aferra al secreto, a la discreción en tanto que la «plebe» no esté madura para compartirlos? Por boca de la dama resuena, quizá, la voz de lo femenino, del principio democrático, de la generosidad erótica: una Madame Sans-Gêne de la política. No puede comprender que el placer es escaso en el mundo y por qué aquello que tan frecuentemente se da se tiene que buscar indirectamente.
Al principio de su Wintermärchen, Heinrich Reine ha apelado a este argumento de la generosidad. Puso la «antigua canción de la resignación», que los dominadores dejaban cantar a la plebe estúpida, en su lugar dentro del sistema de la opresión.
Conozco la melodía, conozca el texto.
Conozco también a los señores autores.
Sé que en secreto beben vino
y en público predican el agua.
Aquí están reunidos los motivos: la «critica del texto», el argumento ad hominem, la refinada superación del refinamiento; lo que queda más allá de esto es el cambio entusiasta del programa elitistamente cínico-señorial hacia la chanson popular
Aquí abajo crece pan suficiente
para todo hijo de hombre.
Y no son menos las rosas y los mirtos,
la belleza, el placer y los guisantes.
¡Sí, guisantes para cualquiera
tan pronto las vainas revienten!
Dejemos el cielo
para los ángeles y los gorriones.
En el universalismo poético de Heine aparece la respuesta adecuada de la Ilustración clásica al cristianismo: ella toma el saber por la palabra en vez de dejarlo a las ambigüedades de la fe. La Ilustración sorprende a la religión al tomarla, en lo referente al ethos, más en serio de lo que ella hace consigo misma. Por eso, las consignas de la Revolución francesa al comienzo de la modernidad fulgen como la más cristiana supresión del cristianismo. Lo insuperablemente razonable y lo adecuadamente humano en las grandes religiones es lo que hace que éstas, de sus núcleos renascibles, avancen sin pausa. Y tan pronto notan esto, todas las formas de la crítica de la supresión se ven obligadas a la circunspección frente a los fenómenos religiosos. Las psicologías profundas pusieron en claro que no sólo en las representaciones desiderativas de tipo religioso está actuando la ilusión, sino también en el «no» a las religiones. La religión podría clasificarse entre aquellas «ilusiones» que tienen un futuro junto a la Ilustración, ya que ninguna mera crítica negativa y ningún desengaño les hace justicia. Quizá sea la religión realmente una «psicosis ontológica» incurable (Ricœur), y las furias de la crítica de la eliminación tienen que estar hartas del eterno retomo a lo eliminado.
Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).