“Tres días
Primer día
…las primeras impresiones, el camino ya para inscribirme en la escuela primaria, en la primer clase… para mí pasaba junto a un carnicero, y junto a la puerta abierta, hachas, mazos, cuchillos en fila, muy bien ordenados, por un lado sanguinolentos, por otro relucientes y limpios, pistolas de sacrificar… luego el ruido de los caballos que se desploman de pronto, los vientres enormes que se abren, se derrumban, huesos, pus, sangre… luego, desde el carnicero, subir unos escalones hasta el cementerio, capilla ardiente, una tumba… todavía me acuerdo, ya el primer día de clases, el cadáver de un joven pálido en la capilla ardiente, hijo de un fabricante de quesos… y de las palpitaciones en el banco de la escuela… una maestra joven…
Mi abuela, que me llevaba siempre además –por las mañanas atravesaba yo el cementerio, por la tarde me llevaba ella al depósito de cadáveres-, me levantaba en alto y me decía: “Mira, otra vez una mujer”. Nada más que muertos… Y eso tiene cierta importancia para cualquiera, y de eso se pueden sacar conclusiones sobre todas las cosas…
La infancia son una y otra vez piezas musicales, aunque no clásicas. Por ejemplo: en 1944, en Traunstein, mi camino hasta la escuela era bastante largo. Mis abuelos vivían fuera de la ciudad, a unos cuatro kilómetros. Y en medio unos arbustos, ya no sé de qué. Y, cada vez que paso por delante, sale una mujer de un salto y me grita: “¡Haré que lleven a tu abuelo a Dachau!”.
En 1945 otra historia, otra pieza musical, quizá dodecafónica. El amigo de mi hermano, que entonces tenía siete años, coge una bazuca y resulta casi totalmente destrozado. El lugar se llama Vachendorf. Y yo voy con mi hermano al entierro, en la bicicleta. Es decir, pedaleo a duras penas bajo la barra, y él va sentado arriba, delante, en el manillar. En el camino cogemos flores. Sin embargo a mitad del camino antes del lugar del entierro, sale de pronto un joven del bosque, nos derriba a mi hermano y a mí de la bicicleta, hace pedazos las flores y destroza por completo la bicicleta a patadas… es decir, primero los rayos, luego rompe el manillar, luego hace polvo los guardabarros, luego me abofetea y tira al arroyo de un golpe a mi hermano. Y me pareció que… no sé si era un polaco o un checo… Fue muy extraño. Y nos quedamos allí al borde del riachuelo llorando, y volvimos a pie, es decir, que del entierro ya no se habló más, y luego en casa contamos aquella extraña historia. Y de ésas hay toda una serie.
Dos buenas escuelas naturalmente: estar solo, estar aislado de todo, no participar por una parte, y la continua desconfianza por otra, como consecuencia de estar solo, estar cortado, no participar. Y eso ya de niño…
Mi madre se deshizo de mí. Estuve en Holanda, en Rotterdam, en un barco de pesca durante un año con una mujer. Mi madre me visitaba cada tres o cuatro semanas. No creo que yo le importara mucho entonces. Verdad es que todo cambió luego. Yo tenía un año cuando nos marchamos a Viena, pero la desconfianza duraba todavía cuando fui a vivir con mi abuelo, que me quería realmente, y a la inversa. Luego los paseos con él… todo eso está en mis libros más tarde, y esos personajes, personajes masculinos, son una y otra vez mi abuelo materno… Pero junto al abuelo, una y otra vez… uno está solo. Uno sólo puede desarrollarse solo, la conciencia de que no se puede salir de sí mismo. Todo lo demás es ilusión, duda. Nada cambia.
En mi época escolar, totalmente solo. Se tiene un compañero de banco en la escuela y se está solo. Se habla con la gente, se está solo. Se tienen opiniones, ajenas, propias, se está siempre solo. Y cuando se escribe un libro, o se escriben libros como yo, se está todavía más solo…
Hacer comprender es imposible, no existe. De la soledad, del estar solo sólo surge un estar solo, un estar aislado de todo todavía más intenso. Finalmente se cambia de escenario con intervalos cada vez más breves. Se cree que ciudades cada vez mayores… a uno le basta ya la pequeña ciudad, Viena no basta ya, Londres tampoco basta ya. Hay que ir a otro continente, se prueba a ir aquí o allá, idiomas extranjeros… ¿Será Bruselas? ¿Será Roma? Y allí se viaja por todas partes y se está siempre consigo mismo y con un trabajo cada vez más horrible. Se vuelve al campo, se retira uno a una granja, se cierran las puertas, como yo –y eso a menudo durante días-, se permanece encerrado y el único deseo y el placer cada vez mayor por otra parte es entonces el trabajo. Son las frases, las palabras que se construyen. En el fondo es como un juguete, se colocan unas cosas sobre otras, es un proceso musical. Cuando se ha llegado a cierto nivel, después de cuatro o cinco pisos –se llegan a construir- se ve la realidad del conjunto y, como un niño, se destruye todo. Sin embargo, mientras uno cree que se ha liberado, le está creciendo ya otro tumor, que resulta ser un nuevo trabajo, una nueva novela, en algún lugar del cuerpo, que crece cada vez más. En el fondo, un libro así no es más que un tumor maligno, ¿canceroso? Se opera y naturalmente se sabe muy bien que las metástasis han invadido ya todo el cuerpo y que la salvación no es ya posible. Y naturalmente eso se vuelve cada vez peor y más fuerte, y no hay salvación ni vuelta atrás.
La gente que me precedió, mis antepasados, fueron gente extraordinaria. No es casualidad que los recuerde sobre este banco helado. Ha habido de todo: riquísimos, realmente pobres, delincuentes, horribles, casi todos de algún modo perversos, felices, que viajaron… La mayoría se mataron de pronto en algún momento, especialmente aquellos de los que se creía que ni siquiera tendrían la idea de poner fin sencillamente a su vida –o a lo que así se llama- con un disparo o un salto en el vacío. Uno se tiró una vez a un pozo de ventilación, otro se dio un tiro en la cabeza, el tercero se metió sencillamente en un río con su coche… Y pensar en toda esa gente es tan horrible como agradable. Es algo así como cuando se está en teatro y se levanta el telón, e inmediatamente de clasifica a los personajes que se ven en el escenario en buenos y malos… y no sólo en buenos o malos caracteres, hombres o personas, sino en buenos o malos actores. Y debo decir que es un verdadero placer ver una y otra vez esa representación de cuando en cuando....
Thomas Bernhard - Drei Tage – 1970 (Sáenz,)