III. Crítica de la apariencia metafísica.
En estas dos criticas anteriores observamos el esquema operativo de la Ilustración: una autoeliminación de la razón que va acompañada de continuas miradas más allá de los límites con lo que se admite este «pequeño tráfico limítrofe» bajo precauciones privadas tales como la «discreción». En la crítica de la metafísica no se puede actuar, en el fondo, de otra manera, pues no puede hacer otra cosa que remitir la razón humana a sus propios límites; obedece a la consideración de que la razón es, sin duda, capaz de hacer preguntas metafísicas, pero no capaz de resolverlas con garantía por sus propias fuerzas. La proeza de la Ilustración kantiana consiste en haber mostrado que la razón sólo funciona con garantías de seguridad bajo las condiciones del conocimiento empírico*. Y todo aquello que sobrepasa lo empírico tiene que agotar sus fuerzas de acuerdo con su naturaleza. Le es consustancial querer más de lo que puede. Tras la crítica lógica ya no son posibles frases fecundas sobre temas que vayan más allá de la empiria. En efecto, las ideas metafísicas centrales. Dios, alma, universo, se imponen irrecusablemente al pensamiento, que, sin embargo, no puede tratarlas concluyentemente con los medios que tiene a su disposición. Habría una posibilidad si estas ideas fueran empíricas; pero, dado que no lo son, no existe esperanza alguna de que la razón «resuelva» alguna vez este tema. El aparato racional está sin duda preparado para una penetración en este problema, pero no lo está para regresar de estas excursiones del «más allá» con respuestas claras y terminantes. La razón está detrás de una reja a través de la cual cree obtener perspectivas metafísicas: lo que en un primer momento le parece «conocimiento», a la luz de la crítica se muestra como autoengaño. Hasta cierto punto, tiene que dejarse atrapar por la apariencia que ella misma ha creado en forma de idea metafísica. Finalmente, al reconocer sus propias fronteras y su propio juego infructuoso con las ampliaciones de las fronteras, se descubre el esfuerzo propio como inútil. Ésta es la manera moderna de decir «sé que no sé nada». Este saber significa positivamente sólo el saber de las fronteras del saber. Quien prosiga con la especulación metafísica se descubrirá como un transgresor de fronteras, como un «pobre diablo» ansioso de lo inalcanzable.
Todas las alternativas metafísicas son de igual valor y no permiten decidirse por una o por otra. Determinismo frente a indeterminismo: finitud frente a infinitud; existencia de Dios frente a su inexistencia; idealismo frente a materialismo, etc. Con necesidad lógica existen en todas estas cuestiones (por lo menos) dos posibilidades que en conjunto están bien y al mismo tiempo mal fundamentadas. Tan pronto se reconocen ambas como reflejos de la estructura de la razón, ya no se debe, ni se puede, ni se tiene que «decidir», pues cada decisión implica una recaída metafísica y dogmática. Obviamente, aquí cabe hacer la siguiente distinción: el pensar metafísico lega a la Ilustración una herencia infinitamente valiosa, el recuerdo de la dependencia mutua de reflexión y emancipación que sigue siendo válida incluso allí donde los grandes sistemas han caído. Por ello, la Ilustración era siempre al mismo tiempo lógica y más que lógica, lógica de reflexión. La autoilustración sólo es posible para aquel que reconozca ser una parte de un Todo cósmico. Por ello, las filosofías natural y social han aceptado hoy día la herencia de la metafísica, obviamente con la conveniente discreción intelectual.
Tráfico limítrofe metafísico. (Grabado de Flammarion, 1888).
Éste es, igualmente, el motivo por el cual la Ilustración no puede ser idéntica a una teoría de las faltas lógicas, teoría que posee una larga tradición desde Aristóteles hasta la crítica lingüística anglosajona. En la Ilustración no se trata jamás del desenmascaramiento de proyecciones, metábasis, sofismas, falacias, confusión de tipos lógicos, mezcla difusa de principios básicos e interpretaciones, etc., sino que ante todo se trata de la autoexperiencia del ser humano en el trabajo que cuesta disolver críticamente una visión ingenua del mundo y de uno mismo. La auténtica tradición ilustrada se siente, por ello, continuamente extrañada a la vista del moderno cinismo lógico-positivista que intenta encerrar completamente el pensar en el tonel del puro análisis. Sin embargo, merece la pena clarificar los frentes. Los positivistas lógicos que se ríen de los grandes temas de la tradición filosófica, tildándolos de «problemas de apariencia», radicalizan una tendencia característica de la Ilustración. El rechazo de los «grandes problemas» está quínicamente inspirado. ¿No es Wittgenstein en el fondo el Diógenes de la lógica moderna y Carnap el eremita de la empiria? Es como si ellos, con su fuerte ascetismo intelectual, quisieran obligar a la penitencia al mundo indolentemente locuaz, este mundo para el que la lógica y el empirismo no suponen las últimas revelaciones y que sigue imperturbable en su historia de «ficciones útiles», comportándose como si el sol girase, no obstante, alrededor de la tierra, como si los espejismos de un pensar «inexacto» fueran para nuestra vida práctica de una vez por todas suficientes.
Peter Sloterdijk, Kritik der zynischen Vernunft, Alemania, 1983 (Vega, 2003).